Como cada tarde volvía a casa agarrada a la mano de su padre. Cuando este le pidió que se pusiera los guantes, Haizea lo miró con cara de fingida culpabilidad y le dijo una mentirijilla, que ese día se los había dejado en casa.
– ¿Otra vez? – Le contestó él.
Ella sonrió y dio un saltito para evitar una caca de perro. Todas las tardes su padre le pedía que se pusiera los guantes, y todas las tardes le contestaba que se los había olvidado. Los dos simulaban sorpresa y a los dos les hacía gracia. A Haizea le gustaba la mano de su padre, y él lo sabía, le gustaba notar el calorcito que desprendía su enorme mano llena de pelitos suaves. –Tienes pelo en los dedos– le dijo al oído, con suma suavidad, un domingo después de darle muchas vueltas, no fuera a ser que su padre no se hubiera dado cuenta y se llevase un pequeño susto. Cuando se quedaba dormido después de comer le gustaba darle pequeños tirones en los pelos del dorso de la mano, entonces él se retorcía y lloraba de mentira. Haizea se moría de risa. Pero eso era antes, cuando era pequeña hace ya dos años. Ahora que tenía seis, Haizea se avergonzaba de esas ocurrencias. Con seis años era mayor, y le divertían otras cosas. Le divertía, por ejemplo, soplar purpurina dorada sobre la cabeza de su padre cuando se quedaba dormido en el sofá. O esconderle las gafas de lectura. O dejarle notas repartidas por toda la casa con preguntas muy importantes.
– ¿Por qué todas las mariquitas tienen siete puntos negros en sus alas?
Y también,
– ¿Es porque inventaron la música?
Y también,
– Y entonces, ¿por qué no cantan cuando vuelan?
Haizea se hacía muchas preguntas, demasiadas, según su padre. Pero volvamos a aquella tarde, al 21 de diciembre. Mientras dejaban atrás el colegio, Haizea empezó a pensar en lo que haría al llegar a casa. Lo primero, sacar el árbol y el Belén. Empezaban las mejores vacaciones del año, bueno no. Las mejores eran las de verano pero estas eran las más bonitas. Las que tenían más luces, más música, más dulces y visitas más cortas. Vendrían los abuelos, los primos y mamá. Volvería mamá. Mientras pensaba esto miró en dirección al mar y voló hacia él.
Mi madre siempre estaba en el mar. Era bióloga marina. Estudiaba los peces. Sabía muchas cosas de ellos porque mi madre nació en el mar. Sabía, por ejemplo, que hay peces con la cabeza transparente. Y que las sepias no eran blancas como en la pescadería, sino que tenían fantásticos colores y que los cambiaban si las molestabas. Era la única madre de mi colegio que había nacido en el mar. Cuando le pregunté por qué había nacido en el mar, me miró y me dijo que porque era una sirena, pero que sería nuestro secreto. ¡Mi madre una sirena! La única sirena del pueblo, seguro que la única del mundo. ¡Claro, por eso no podía estar lejos de él! Por eso volvía una y otra vez al mar. Y por eso en casa nunca comíamos peces, bueno, ni animales, porque mi madre me dijo que todos venimos del mar, que todos somos primos.
– ¿Tú no te comerías a tus primos, verdad?
Y yo ponía los ojos en blanco, abría mucho la boca y negaba con la cabeza. Después reíamos las dos. No, en mi casa no nos comíamos a nuestros primos.
Al doblar la esquina para entrar en nuestra calle, vimos un montón de gente en nuestra puerta. Mi padre me agarró con más fuerza la mano, me miró y me dijo:
– Entra en casa y merienda, ahora voy yo.
Yo entré y dejé la mochila en la cocina, pero no merendé, me fui a la ventana que daba a la calle y la entreabrí para oír qué decían.
La gente estaba seria, unas mujeres lloraban y un hombre puso su mano en el hombro de mi padre mientras le hablaba. Yo no podía oírlo bien, pero sí escuché palabras sueltas.
–…mar gruesa… han salido a buscarlos… a ella no la han encontrado.
Mi padre escuchaba en silencio, tenía la misma cara que puso cuando murió la abuelita. No decía nada, solo miraba al mar.
Yo lo miré también a través de la ventana pero no sabía lo que tenía que ver. De pronto, mi padre giró la cabeza hacia nuestra casa y me descubrió. Yo me asusté y cerré la cortina. Respiraba muy deprisa, como si hubiese corrido en la calle. Me fui a mi habitación, me tumbé en la cama y me puse a mirar al techo. Pensaba en lo que había escuchado.
– Mar gruesa… A ella no la han encontrado… Mar gruesa… A ella no la han encontrado.
Alguien había caído al mar. Ella… A ella no la han encontrado… Mi padre, muy serio. No, no podía ser. No si llevaba el giroscopio. Me levanté y fui a la habitación donde estudiaba mi madre, porque mi madre seguía estudiando; siempre cosas de peces. Y allí estaba. Allí estaba el giroscopio. Un regalo que le había hecho mi padre por su cumpleaños.
– Aquí tienes, para que tampoco zozobres en tierra.
Le dijo mi padre guiñándole un ojo.
Era un chirimbolo brillante y rarísimo, pero el chirimbolo más bonito que había visto nunca. Mi madre miró mi cara de asombro y se adelantó a la pregunta que iba a hacerle.
– El giroscopios es una máquina que llevaban los barcos para mantenerlos rectos y a flote cuando hay mar gruesa.
– ¿Y qué pasa si el barco no lleva el gi…?
Pregunté yo.
– ¡Giroscopio! Que puede zozobrar y hundirse.
– ¿Y qué es mar gruesa?
Volví a preguntar.
– Cuando hay olas gigantes.
– Pero en tierra no hay olas, ¿para qué vas a necesitar un giroscopio?
Mi madre se echó a reír y me dijo:
– Eres muy lista, Haizea. En realidad el que lo necesita es tu padre, sobre todo cuando no estoy cerca.
Y rieron los dos, vete tú a saber por qué. Yo no lo encontraba nada gracioso. Pensé que sería una de esas cosas que solo entienden los mayores, así que di media vuelta y me fui a mi habitación a pensar sobre el asunto.
Sí, allí estaba el giroscopio. Se le había olvidado cogerlo y el barco… Pero mi madre era una sirena, ella no zozobraba, ella no necesitaba giroscopio. Así que no había de qué preocuparse. Tal vez quería visitar a primos lejanos, en Navidad era lo normal. Ellos no pueden subir a tierra, por eso mamá bajaría a verlos. ¡Eso es! Tenía que decírselo a mi padre. Le contaría el secreto. Mi madre lo entendería. Sí, le diría ahora mismo que mamá es una sirena. Era necesario que lo supiera. Cuando iba a salir de la habitación apareció mi padre. Estaba muy serio, se agarraba al marco de la puerta como si fuese a caerse.
– Haizea… Verás…
– Me acerqué aguantándome las ganas de reír, ¡qué cara va a poner cuando se lo cuente! Le cogí su mano con las dos mías, lo arrastre hasta la butaca que había junto a la mesa del giroscopio, le ayudé a que se sentara, tomé el giroscopio y poniéndolo en las manos de mi padre le dije:
– Papá, tengo que contarte una cosa.