El hombre es un lobo para el hombre. ¿Y la mujer?
En menudo jardín estoy a punto de meterme. Pero lo siento, es lo que suelo hacer, cuando hay algo que no entiendo, lo escribo. A veces ayuda, haz la prueba. Aunque hoy tal vez sólo llegue a producirme más dudas, lo presiento, y seguramente a ganarme algún enemigo, o enemiga.
A ver cómo se me da.
Desde que tengo uso de razón lo he estado percibiendo. Entonces no me importaba mucho, pero algo debió importarme cuando aún lo recuerdo. Mi abuela hablando de la mala vida que algún marido le daba a alguna vecina. Mala vida, qué término, sencillo, categórico, elocuente sin pretenderlo. Dos palabras que encierran todo lo que hoy intentamos explicar con dos millones.
Abuso, machismo, patriarcado, dominación, acoso, desigualdad, androcentrismo. Páginas y páginas de informes y manifiestos. Igualdad, feminismo, paridad, coeducación, emancipación, empoderamiento…
Palabras llenas que acaban por vaciarse, acciones de buena voluntad que, duele admitirlo, la mayoría se van desinflando con el tiempo. ¿Alguna ha conseguido explicar por qué todavía hombres y mujeres no tienen las mismas oportunidades aunque tengan los mismos derechos? ¿O por qué hace un siglo un tío llegaba borracho a casa y acababa golpeando a su mujer, y hoy ese mismo tío siga haciendo exactamente lo mismo? ¿De dónde emerge esa tendencia a excluir o a menospreciar? ¿De dónde nace el instinto de usar y abusar? ¿De dónde ese irrefrenable impulso de pegar una hostia antes de pararse a hablar o a discutir?
Con todo lo que he oído, con lo mucho o poco que he leído sobre el tema, sólo llego a una conclusión que pueda explicármelo: la infelicidad. Hombres inseguros, frustrados, insatisfechos, jodidos, maltratados en la misma escuela en la que se convierten en maltratadores. Y no me refiero a la escuela como colegio sino a aquella en la que vivimos desde que abrimos los ojos, de la que no nos graduamos hasta que los cerramos del todo.
Se solapan las noticias sobre violencia machista con las reivindicaciones de igualdad salarial entre sexos, los escándalos de abusos en Hollywood con los asaltos de bandas callejeras en la feria del pueblo o en los Sanfermines. Desayunamos con el número que lucirá en el dorsal la última víctima, con los ediles en silencio en la puerta del ayuntamiento de turno. Y con el silencio, el nuestro de cada día. Y con la incapacidad absoluta de poner fin a este capítulo tan triste de la historia de la humanidad.
Pequeños o grandes gestos intentando ayudar, muchas veces con mejores intenciones que efectos. Manifiestos valientes, enseñas y pancartas que se acaban olvidando en un rincón.
Torpes reivindicaciones y palos de ciego, o de ciega. Pequeñas y grandes mentiras piadosas, o enormes verdades malentendidas por quien no quiere enterarse de una vez por todas.
¿Qué distancia hay entre las mártires algodoneras de Nueva York y la alfombra roja del Time´s up? ¿Hablamos de las mismas mujeres? ¿Son los mismos hombres los que las relegan a posar el doble de tiempo que ellos en el photocall (aunque vistan todas de negro)? ¿Los mismos que las obligaban entonces a trabajar más por menos? ¿De verdad que hemos avanzado tan poco? ¿De verdad hace falta que un autobús haga paradas intermedias para evitar los ataques sexistas? ¿En serio es necesario que usemos los dos géneros en los discursos públicos para cubrirnos las espaldas? ¿No sería mejor simplemente no dar la espalda?
Ya sé que puedo estar mezclando churras con merinas (o churros con merinos), pero es que todas estas cuestiones y muchas más se me agolpan en la cabeza cuando pienso en lo poco que hemos aprendido unas y otros a lo largo del tiempo. Sí, se han conquistado derechos y normalización, pero es precisamente por ello que hoy por hoy duela más que la sociedad, la nuestra, la occidental, la tan evolucionada y tan democrática, siga requiriendo topes absurdos para no dejarse ver como en realidad sigue siendo.
¿De verdad hace falta que se retiren las ninfas desnudas del Museo de Manchester para no suscitar deseos pederastas? ¿Estás seguro de que tapar los genitales de los dibujos de Egon Schiele va a lograr que dejemos de pensar en pollas y coños todo el rato? ¿Aún somos tan ingenuos que creemos en la censura como remedio a la perversión? ¿Es cierto que pensamos que excluyendo a los hombres de entregar premios en una gala de cine se va a tomar conciencia de la desigualdad de las mujeres? Bien por Leticia Dolera y una de las frases más acertadas de esta pléyade de recientes despropósitos, “gracias por dejarnos hacer de azafatas”.
Tampoco creo que ayude mucho, la verdad, agitar abanicos a favor de las mujeres. ¿Mujeres y abanicos? ¿Seguro? Ojalá estos bienintencionados gestos surtan efecto, te juro que así lo deseo, pero no sé. La cruda realidad, o la realidad sin más, nos la echaron a la cara en la pasada gala de los Goya cuando, al final de una ceremonia cargada de reivindicaciones feministas, llegó Carlos Saura con sus santos cojones –nunca mejor dicho- y se refirió a Penélope Cruz como “esta chica tan guapa”. Con todo mi respeto -y mi veneración absoluta- sí, Don Carlos, es guapa, mucho, y usted no. Y tiene un oscar, y usted tampoco.
George Clooney dice en una entrevista “mi mujer es mucho más inteligente que yo”, frase que no tendría que trascender si no fuera porque el redactor –o la redactora- decidió destacarla en portada junto a la foto del actor. Todo un acontecimiento, una mujer bellísima y, ¡sorpresa!, inteligente, incluso más que él. Amal Ramzi Clooney (gracias por dejarme conservar mi apellido) es abogada, especialista en derecho internacional, activista, escritora. Una de las miles, millones de mujeres que, a pesar de su físico, han tenido que pelear para no conformarse con ser modelos. Y muchos -y muchas- siguen sin perdonárselo. Y su devoto esposo reconoce públicamente lo que es evidente, que muchos hombres, cuando no arrean con la discriminación, lo hacen con un arma que puede ser mucho más peligrosa, la del paternalismo.
Se demandan más mujeres directoras y guionistas, y autoras teatrales, y electricistas y fontaneras y políticas, y presidentas de gobierno. Pero ni se les puede exigir que sean albañiles sin desearlo (no diré albañilas hasta que no me lo mande un juez) ni tampoco que tenga que llegar a ministra alguien sólo porque sea mujer. Y desde luego, no hace falta decir -o tal vez sí- que no debería encontrar obstáculo alguno la que en vez de ser educadora infantil quiera ser ingeniera aeronáutica, por mencionar alguna tarea copada por el sexo masculino. Ningún obstáculo por su género. Sí por su preparación, sí por sus habilidades demostradas, mientras, eso sí, se les permita demostrarlas igual que a sus compañeros.
Parece de cajón pero, afrontémoslo, no lo es, aún no.
Ni techos de cristal, ni suelos que se abran bajo sus pies, ni paredes insonorizadas para que no oigamos los golpes o los gritos. Paredes que, la mayoría de las veces, son construidas por ellas mismas, por la vergüenza que debe dar reconocerse pisoteada, denunciar que no eres nada, admitir que has fracasado. Aunque no sea así, porque cuando alguien golpea a una mujer (igual que a un hombre, aunque sean menos), todos, ellas y nosotros, estamos siendo pisoteados, ninguneados y fracasados. La sociedad que hemos forjado es la que tiene que morirse de vergüenza, no quien teme denunciar al hijo de puta con el que se casó o al cabrón del jefe que le mete mano en cuanto nadie mira.
Pero no logramos nada haciendo piras en la plaza del pueblo, que eso ya se hizo y para nada sirvió. Ni lapidando al torpe que fue cogido infraganti, ni rasgándonos las vestiduras ante lo políticamente incorrecto, ni cazando brujas, ni brujos. Lo más feminista que he oído en las últimas semanas han sido las voces de Catherine Deneuve, Juliette Binoche o Isabelle Huppert reaccionando ante la persecución sensacionalista de una industria cinematográfica que, perdónenme, no acaba siendo sino otra estrategia de marketing más. ¿O de verdad creemos que borrar la cara de Kevin Spacey de una película ya realizada, o cancelar el estreno del último filme de Woody Allen responde a un dictado moral? Vivan las mujeres valientes capaces de alzar su voz sin importarles las consecuencias, aunque a éstas les hayan dado por todos lados. Pero son francesas, no olvidemos que allí inventaron la libertad.
Que metan en la cárcel a quien tengan que meter, que juzguen y condenen, pero en un tribunal, no en un reality o en la portada de una revista. Sin delaciones ni soplos de ocasión, huyendo de una histeria colectiva que recuerda a la que McCarthy o Torquemada provocaron hace tiempo. Que persigan al lobo que ataca al otro lobo, a él y a sus compinches, pero desde la justicia, desde el derecho, no en una alfombra roja en la que los varones continúan tapados y las hembras siguen enseñando carne a lo que da, como si esa fuera la única forma de que las vean. Y que quede claro que defiendo que cada cual se vista –o se desvista- como le dé la gana, pero siempre que sea una acción voluntaria, cuando no se trate de otra exigencia de una sociedad de consumo de la que somos cómplices nosotros y vosotras.
Y no fabriquemos Doritos para mujeres, de verdad que no hace falta. Ni censuremos los halagos, ni prohibamos los piropos. Quedan prohibidas las ofensas, la falta de tacto, la grosería y la ausencia de sentido común. A las mujeres –y a los hombres- nos gusta que nos piropeen, a veces incluso lo necesitamos, pero no el baboso que arroja las palabras como salivazos, no el desgraciado que sólo se atreve si está respaldado por sus coleguitas, ni el reprimido que basa su vida sexual en arrimarse a lo que pueda en la bulla del metro o del autobús. Esos ya no importan, y acabarán por extinguirse.
Importan las madres y los padres que educan por igual a sus hijos, importan los hombres sensibles y las mujeres fuertes, importan las mujeres corteses y los hombres considerados, y la espontaneidad, y la naturalidad. Los hijos respetuosos con sus padres –y con sus maestros, y con sus compañeros-, y las niñas que no tengan miedo a pedirle un tractor a los reyes, y los niños que sueñen con Barbies y se atrevan a jugar con ellas, y las niñas que no quieran ser Barbies nunca más, y los niños que no las traten como tales.
Y la bondad, aunque ya no esté de moda, y que empecemos, de una vez por todas, a dejar de darnos mala vida los unos a las otras, las otras a los unos, los otros a los otros, las otras a las otras… Eso es lo que importa.