Decidió llamar a su madre en cuanto vio que no podía controlar la situación. Nunca se había visto en circunstancias semejantes, una alumna de cuarto que no paraba de llorar encerrada en el baño. Jamás había entrado en el servicio de chicas, y le sorprendió que no fuera exactamente igual que el de los niños. Su proverbial mala suerte se la había vuelto a jugar, de casi cincuenta profesores le tenía que tocar a él estar de guardia, y siendo además su tutor resultaba imposible eludir la situación. La madre no contestaba, del padre no tenían datos.
Al final de la barra una mujer con gafas oscuras apuraba el último sorbo de un Martini seco. Los pocos que habían reparado en ella acababan el desayuno en aquella soleada mañana de marzo.
-Mira, ahí está la loca inglesa.
La loca inglesa era de Nueva York, de nombre Jane Auer, y se estaba recuperando de un derrame cerebral sufrido años antes. Lo único que hacía era caminar en el sol, leer viejos libros de poesía y hacer crucigramas, por miedo a que se le olvidaran las palabras.
Uno de ellos fue a avisarla de que tenía el bolso abierto, sabiendo la cantidad de carteristas que pululaban por los alrededores de la catedral, pero al advertir sus ojos tras los negros cristales, algo le paralizó y no se atrevió a hablarle.
Ya lo había leído en el periódico y ahora lo decían las noticias de Canal Sur. Iban a trasladar los restos de su escritora favorita a una fosa común por el inminente desmantelamiento del cementerio de San Miguel. Sus amigas la esperaban en el portal para ir al instituto mientras buscaba en la agenda el número de teléfono de un tío abogado al que no veía desde su primera comunión. No solía faltar a clase, y ahora menos que se acercaban el final del curso y las pruebas de selectividad, pero esa tarde dijo que se encontraba mal. Sobre la cama unos apuntes de filosofía y una antología de poemas de Sylvia Plath. Su tío no contestaba. En la pared, cogido con cuatro tachuelas, un poster de El cielo protector.
Por fin logró hablar con la madre y le dijo que no podía acudir a recogerla, que estaba en el trabajo y le era imposible.
-¿No tienen ustedes una psicóloga o alguien que la pueda atender?
Cuando se decidió a abrir la puerta la acompañó al aula de convivencia donde le trajeron una tila y la dejaron tranquila un rato. Los ojos hinchados con la raya negra extendiéndose hacia sus mejillas. El pelo teñido de verde en las puntas, tres aretes en el lóbulo izquierdo y uno en la nariz, las uñas roídas con restos casi imperceptibles de esmalte púrpura. Muérete perra boyera, ponía en el papel que tenía apretado en su mano.
-¿Quieres que llame a alguna amiga?
Dando vueltas en la cama, aún medio dormida, los recuerdos y la imaginación se confundían en su cabeza. La medicación la aturdía especialmente al comienzo del día. La pelea en aquel antro del Village, la primera vez que se fijó en aquella chica horas antes de la primera vez que se acostó con ella. Las juergas hasta el amanecer, el ingenio inagotable, la insolencia de la juventud perdida. La culpa y la resaca de esta mañana se parecían a las de aquella de hace tanto tiempo… Pero ahora estaba más sola. Sabía que nunca estaría más sola que en ese preciso instante. Los amantes que se fueron, los amigos que murieron, el padre, la madre, su habitación de Long Island, parecían propulsados por un cohete en dirección opuesta a la suya, hacia el hemisferio contrario de aquella cama deshecha de tanto agitarse entre sueño y vela. Mirando las rayas que la persiana proyectaba en el techo de su habitación adivinó otro día de sol resplandeciente, algo que ansiaba y temía a partes iguales. Otro día sin poder escribir una línea, pensó al abrir la ventana y encoger los ojos ante la violenta luz que el mar irradiaba en la Alameda.
Parcemasa. Así se llamaba la empresa gestora del cementerio. Mientras esperaba al teléfono a que le atendieran no dejaba de pensar en lo horrible del nombre: gestión de parcelas en las que pudrirte en paz. Los versos no se le caían de la cabeza, ni la tarde en que fue a ver aquella película que la marcó para siempre, ni la librería de viejo en la que por fin encontró sus poemas. Mira que eres rara, retumbaban las palabras de su madre, su novio, su amiga, de ella misma. Hay que ser rara para leer tanto. Y no te digo ya para querer comprar los huesos de una escritora maldita. Empezaba a sentirse maldita ella también, pero parecía no importarle. No sabía cómo iba a juntar las cuarenta mil pesetas que costaba la exhumación, pero las iba a conseguir, no le cabía duda. Por muchos que hubiera alrededor aconsejándole, reprendiéndole o advirtiéndole, se sentía tan sola… Sabía que nunca estaría más sola que en ese preciso instante.
Se quedó pensando un momento, ¿a qué amiga podría llamar su tutor? ¿Acaso no era la única que creía tener la que le pasó ese papel en clase? ¿Tal vez lo hizo por demostrar a las demás que no era como ella? Le aliviaba pensar en esta posibilidad, necesitaba creer que era culpa del miedo, y no del odio o la repugnancia. Las charlas en el patio, los bocatas de cochinillo con alioli, las tardes estudiando juntas, el día que aprendieron a bailar el swish swish, las risas descontroladas, el primer canuto, la escapada al Tatoo Studio… toda la ilusión estallando en mil pedazos en un pedazo de papel. No tenía ninguna amiga a quien llamar, o al menos no se le ocurría ninguna. Sabía que nunca estaría más sola que en ese preciso instante. Y no podía dejar de llorar, ahora más calmada, con la respiración más lenta.
Cabeza de gardenia salió a comprar el periódico y una botella de bourbon que sólo abriría en caso de emergencia. Recuerda el día en que Truman Capote la llamó así, qué ocurrencia, y qué buen título para el libro que sabía que no iba a publicar. Contar su vida, si ni ella misma la entendía, si ni ella misma la recordaba. ¿A quién le importaba la vida de una judía lesbiana y coja? De una pobre nómada vagando por el desierto del Sahara o por los alrededores del Hotel Málaga Palacio, a nadie. Ni a ella misma. Otro paquete de Gauloises, otra copa, otro bar. Era lo bueno que tenía vivir en un hotel en donde nadie te esperaba, y tenía que aprovecharse antes de que volviera a ingresar en la Clínica El Ángel, “el ángel exterminador”, como la llamaba con guasa cuando la reprendían las monjas que la custodiaban. Entrar y salir de un manicomio, y lo curioso es que en el fondo siempre supo que ese sería su final.
¿Puedo hablar con la señorita Alia Luque? La llamaban del ayuntamiento, de la diputación provincial, de una emisora de radio y de un periódico local. Con sólo dieciocho años estaba poniendo firmes a un montón de inútiles que no sabían cómo actuar ante una situación insólita. Una niña contra todos, una mujer ahora. Sólo renunciaría a su derecho a recoger aquel saco de huesos polvorientos si el gobierno de la ciudad se comprometía a recuperar el cementerio y dar digna sepultura a su amada escritora, de lo contrario ya tenía quien la acompañara a enterrarla en su pueblo. No había precedentes de algo así, ni leyes al respecto, ni un protocolo a seguir. Con todos sus ahorros, con la ayuda de alguno de sus profesores, de un club de poesía al que pertenecía y de las pocas amigas que aún no le habían dado la espalda, reunió el dinero necesario para hacerlo. Era lo único que poseía, una bolsa de huesos que nadie reclamaba. Ni siquiera el viudo, que le agradeció de corazón su gesto cuando viajó a Tánger en busca de ayuda. Tampoco él los quería. Ni los pocos familiares que le quedaban, ni los que recibían puntualmente los derechos de autor.
Aquella mujer enclenque, de pelo negro batido y dentadura prominente, vestida como si fuera a asistir a un cocktail en el Algonquin, con la mirada escondida en las enormes gafas y la mente vagando como sus pequeños pies indecisos, se perdió de regreso a su hotel entre la calle Madre de Dios y la plazuela Virgen de las Penas. No entendía los nombres de las calles, sin saber que no mucho tiempo después una se llamaría como ella y tampoco nadie entendería por qué.
Las imágenes del pasado real o imaginado guiaban a la estrafalaria dama hacia ninguna parte, flashes de las caras que la quisieron, de los labios que la besaron, de los dedos que la señalaron… Y los ojos de Paul, la opinión de Paul, los versos de Paul, los amantes de Paul, los miedos de Paul, y el abandono, un día y otro más, cada vez más certero.
Meses, años después todavía se la podía ver vagando sin rumbo, ahora entre las lápidas de un viejo cementerio a punto de ser demolido. Meses, años después de morir en aquel hospital.
La orientadora académica se sentó junto a ella y empezó a hacerle preguntas que casi no podía entender. Bullying, acoso, ataques verbales o físicos, denuncia. Las palabras entraban y salían de su cabeza como trozos de papel movidos por un remolino, como el que seguía atrapado en su mano. Drogas, medicación, maltrato en casa, desatención, fracaso escolar. No sabía cómo hilarlas para componer la frase que aquella mujer parecía querer explicarle. La miró a los ojos como suplicándole que la dejara en paz, que se callara. Y entonces aquella desconocida la miró también, le cogió la mano, le sacó el papelito no sin esfuerzo y, sin ni siquiera leerlo, lo tiró a la basura. Se acabaron las palabras por hoy. Con la mano de aquella niña entre las suyas le preguntó dónde vivía.
-Vivo en Ciudad Jardín, en la avenida Jane Bowles número 36, bloque cuarto, sexto B.
Le costó entender el nombre de la calle de lo bajito que lo dijo. Al repetírselo se dio cuenta de que no tenía ni idea de donde estaba eso.
-De acuerdo, lo pondré en Google Maps. Vamos, límpiate la cara, te acompaño a casa.