De estas tonterías que se te vienen de repente a la cabeza sin saber por qué. No quiero que penséis que lo que os voy a contar me tiene traumatizado ni nada de eso ¿eh? Lo que pasa es que hay cosas que, aún sin tener importancia, se quedan pegadas con velcro a ese saco sin fondo que es la memoria.
Tendría yo no más de dieciséis años, tercero de BUP, un profesor sustituto de literatura –no diré su nombre porque no le guardo ningún rencor, que si no se iba a enterar- nos devuelve un examen. Hoy lo hubieran expedientado por eso, fijo, pero entonces –aquellos viejos tiempos en los que no te forzaban a tratar a los alumnos con más respeto del que ellos te tendrán nunca a ti- nadie le habría dado importancia al hecho de que, al repartir las pruebas entre los estudiantes se dedicara a comentar sus errores en público, con la guasa colectiva que eso conllevaba.
Cuando me tocó a mí -y repito por si acaso que no le guardo inquina, te juro que no- el buen hombre se despachó a gusto. Una de las cosas que dijo es que mi escritura no podía ser más barroca. Y la verdad es que eso no me ofendió demasiado, porque en clase de historia estábamos estudiando el barroco y desde entonces ya me parecía una época fascinante, pero él se refería a lo complejo, lo farragoso de mi texto. Lo malo es que la de literatura era mi clase favorita, en la que siempre sacaba buenas notas, porque de verdad te digo que al profe de matemáticas o al de física y química les habría permitido un escupitajo en la cara, que bien merecido lo tendría. Pero en literatura…
Lo que sí recuerdo que me escoció es como se dirigió a mí. Las palabras que eligió en vez de mi nombre o apellidos, me llamó “el hijo del poeta”. Dicho así puede sonar hasta bonito, pero no te engañes, iba con tela de mala leche y considerable dosis de cachondeo. Qué chungo quererse reír de alguien llamándole poeta ¿no?
Mi padre escribía poesía, y mucho más. Mi padre escribió los primeros poemas de su vida a mi madre, loquito que andaba por ella. Y creo que desde aquellos versos pueriles empachados de amor juvenil, ya siempre quiso seguir escribiendo con un solo propósito, el de hacer feliz a los demás.
También escribió teatro, adoraba el teatro. Sainetes, entremeses románticos y de enredo, piezas menores que hacían reír al público. Y desde aquellas comedias de veinteañero, quiso seguir haciendo lo mismo con sus relatos y sus cientos de artículos, entretener, divertir, hacer reír y también emocionar. Y vaya si lo consiguió.
Cuando Madrid quedaba más lejos que Vancouver cogió su maleta y se fue con su pequeño grupo de actores aficionados a probar fortuna. No hizo carrera como actor, pero actuó, y disfrutó haciéndolo casi más que con cualquier otra cosa en el mundo. Siempre en papeles cómicos, nunca el galán, o casi nunca. Pienso en él en aquella época y lo veo desembarcando en plena Gran Vía con los ojitos pequeños que tenía deslumbrados de fascinación, abiertos de par en par, tragándose de golpe las luces de la gran ciudad con ganas de no irse jamás de allí. Los cuellos de la chaqueta levantados, la mirada brincando sobre los rascacielos de Plaza de España.
Pero no tardó en volver. Para suerte de servidor y de sus hermanos, que de lo contrario no hubieran nacido. Para suerte de mis abuelos que menudo disgusto tendrían. Para suerte de la muchacha que esperaba al cartero cada día, cada hora, como quien espera el chusco de pan en el calabozo. Pensando qué estaría haciendo tan lejos con tanta cómica alrededor –que menudas eran-, lamentando haberse enamorado de un bohemio.
Y encontró un trabajo serio, y pasó un millón de horas sentado en una oficina seria, pero nunca fue un oficinista, y desde luego nunca fue un hombre serio, en el sentido más gris de la expresión. Siempre fue un poeta. Y ponía poesía en cada cosa que hacía, y gracia, y guasa, toda la que hiciera falta. Y corría a su despacho de casa a garabatear la idea que se le acababa de ocurrir, y nos besaba o nos reñía por las notas con prisa, para volver pronto a la máquina de escribir a rematar el pregón, el artículo, el poema en el que estuviera enfrascado como si nada existiera más allá de aquellas teclas. Ay, el despacho de mi padre…
Desde Garcilaso a Juan Ramón, desde Neruda a Conan Doyle, las estanterías de aquella habitación eran para mí como ramas infinitas de un árbol sobre las que trepar a través de mil y una historias excitantes que él ya había recorrido antes, porque como buen escritor, primero fue un devoto lector. Pero su punto débil, para qué engañarnos, eran las obras de Muñoz Seca y Pérez Fernández –es la única persona que conozco capaz de recitar de memoria La venganza de Don Mendo-, Arniches, Miguel Mihura y, en un nivel infinitamente superior a todos, sus paisanos, los Álvarez Quintero.
Y jamás tuvo complejo por ello, al contrario, le henchía de orgullo reconocer su pasión por Serafín y Joaquín, y convertirse en biógrafo y experto en su teatro, que además de haberlo interpretado y dirigido en varias ocasiones, se dedicó a difundir en forma de artículos, semblanzas y con el apoyo incondicional de la compañía teatral que llevaba el nombre de los hermanos autores.
Un mismo aliento impulsa las dos velas, dice el ex libris de los dramaturgos y decora en loza trianera su monumento del Parque de María Luisa, en la glorieta en la que tantas veces mi padre ensalzó su memoria, cada año un homenaje en primavera, la estación en la que esta ciudad se parece más, por mucho que quiera disimularlo, a aquellas comedias en las que el mundo empezaba y terminaba en un patio lleno de flores.
Ese mismo aliento impulsó la vida de mi padre, y lo alejó de la tristeza y la desidia, y le recargó la dosis de ilusión y vitalidad cuando se estuviera agotando, que no todo fueron alegrías en su vida. Mi padrino, su amigo del alma, que no podía tener más gracia ni conocimiento, le dijo una vez: ‘si los Quintero no llegan a nacer en Utrera a ti te hacen un desgraciao’. Y esa frase no fue pronunciada en un escenario, no, porque las frases de aquel teatro inocente y superficial venían de la calle, de las tabernas, de los patios cuajados de geranios y de muchachas casaderas.
Y tenía que haber quien los retratara en sus líneas igual que tuvo que haber un Bertold Bretch que plasmara la miseria y la desesperanza del Berlín de entreguerras. Los Quintero tenían que estar para retratar una Andalucía que tal vez no existió jamás, pero que fue soñada cada día, como se añora lo que nunca hubo.
Normal que aquel profesor suplente de literatura no se lo perdonara. Ni muchos otros. Y lo entiendo, eran los años ochenta y todos, hasta yo mismo, teníamos que quitarnos de encima cualquier cosa que atufara a pasado, a cliché, todo lo que no rezumara modernidad y cambio, todo lo que pudiera oler a rancio. Fuimos reaccionarios contra lo reaccionario, sin hacer distingos ni concesiones, y nos reíamos de todo lo que no estuviéramos inventando aquí y ahora. Menos mal que Luis Cernuda -tal vez nostálgico de la misma tierra que lo repudió- decidió defender el teatro quinteriano, lo que permitió que algunos finalmente se atrevieran a admitir en público lo que habían disfrutado con El genio alegre o Las de Caín, que si no ni se les habría ocurrido.
Disfrutar, tal vez fue ese el pecado –bendito pecado- de aquel escritor costumbrista que pudo haberse quedado a la sombra de aquellos rascacielos pero prefirió buscar la sombra de una vela refrescando un patio. Querer disfrutar de las cosas sencillas y trasmitirlo a los demás sin importarle lo que otros pudieran pensar.
Pero a mí sí que me importó lo que pensaron mis compañeros de aquella clase de tercero de BUP, tenía dieciséis años y una autoestima todavía endeble. Sí, algo me tuvo que importar para que hoy, más de treinta años después, siga recordando aquel episodio. Como también recuerdo al amigo que se ofreció a pegarle al profe a la salida de clase, cosa que naturalmente rechacé ipso facto –aunque aún le estoy agradecido y aún le quiero por ello-, entre otras cosas porque yo ya era también un poeta (del montón, ni que decir tiene), y los poetas no pegamos a nadie, ni nos burlamos de quien no escribe lo que nosotros queremos que escriba. Claro que no, hasta ahí podíamos llegar.