El año pasado se registraron más de treinta robos durante las vísperas de Navidad y de Reyes Magos, la mayoría de ellos con éxito. Parece que los asaltantes aprovechan noches en las que las casas están especialmente tranquilas, sus ocupantes profundamente dormidos tras copiosas cenas y, lo más importante, los regalos, muchos de ellos de gran valor -joyas, relojes, alta tecnología, dinero en metálico- colocados en torno al árbol esperando ser abiertos a la mañana siguiente. El blanco lo componen chalets de lujo del extrarradio de las grandes capitales, y, a pesar de estar dotados de cámaras y alarmas de última generación, los saqueadores, auténticos profesionales, parecen controlar a la perfección las técnicas de desactivación de los más sofisticados sistemas de seguridad.
– ¡Date prisa joder! Como no salgamos ya no llegamos, y la clave del éxito es la precisión- El Charli hablaba como si estuviera planeando el asalto al Bundesbank. -No puede fallar ni un segundo de lo calculado tío, que no pase como en Daganzo, que no nos entrullaron de puto milagro.
-Revisada la carga brother, utillaje a punto, el equipo completo en perfecto estado de revista- Los años que el Jonah pasó en el ejército, hasta que lo echaron por inútil, cambiaron su modo de hablar; los tecnicismos que empleaba y cómo los colocaba en el lugar correcto parecían redimirlo de su sensación de perpetuo fracaso.
-Láminas, garfios, cuerdas, tacos, boquetes, no te olvides del masunn, que la otra vez nos salvó la entrada.
– ¡Que sí! y el juego de ganzúas, y la calavera, que por cierto la he lavado y ha encogido la cabrona con lo que me costó, buena buena del Decatlón, y una mierda pa el Decatlón.
La casa estaba en una calle poco concurrida de El Plantío, donde entre un chalet y otro había lo menos veinte o treinta metros de separación. La noche oscura, sin luna, un silencio que presagiaba calma y riesgo al mismo tiempo. Todo estaba calculado, como las otras veces, esperaba que saliera según lo previsto y, a su manera, rezaba, se santiguaba con disimulo antes de ponerse a la faena. Se juraba a sí mismo que esta sería la última vez, igual que se lo juró el mes pasado, pero cada vez estaba más cansado de andar por la cuerda floja. Su colega ya había cruzado la verja primera y comprobado que no había alarma ni perro en el jardín. Ya tenían vigilada la propiedad desde unos días antes y sabían que se trataba de una presa óptima.
-Pásame el arnés, subo a la segunda terraza escalando por la pérgola, le decía al compañero encaramado a una especie de jardinera vertical que amenazaba con no resistir su peso. Ya desde arriba pudo divisar el objetivo de acceso, una claraboya que parecía no estar herméticamente cerrada. El Charli se quedaría en la vanette vigilando cualquier movimiento y teniéndolo informado de toda contingencia mediante los auriculares por los que se comunicaban.
– ¡Apártate de esa luz joder, que se te ve desde la esquina!, y entra cuanto antes que tenemos los minutos contados.
-El muy cabrón dando órdenes todo el rato y yo el pringao que se mete en la boca del lobo-, se decía mientras notaba cómo el corazón parecía querer salírsele del pecho. Lo había hecho al menos diez veces, pero no se acostumbraba al vértigo de la invasión, del silencio nocturno, de la incertidumbre de no saber si saldría de allí sano y salvo. Llevaba toda su vida, hiciera lo que hiciera, con la misma sensación, cualquier movimiento en falso podría hacerlo precipitarse hasta el vacío.
Gracias a su enjuto cuerpo pudo deslizarse por el hueco sin demasiada dificultad, dando con los brazos sobre lo que parecía la mampara de una ducha y accionando, sin querer, la columna de hidromasaje que de inmediato comenzó a soltar cientos de chorros a presión. Medio empapado consiguió desactivarla y salir del baño, con cuidado de no resbalar sobre la solería de mármol pulido y la única iluminación de una linterna frontal que tenía colocada sobre la calavera, el pasamontañas que le cubría la sudorosa frente.
-¡Contesta Jonah! ¿todo en orden? ¿Divisas el botín? – Insistía el compinche desde el exterior, sin entender por qué no decía nada. Pero, aparte de no querer hacer ningún ruido, el intruso estaba mudo de puro temor, especialmente al oír unos ronquidos que parecían estar sonándole junto a la oreja.
– ¡Joder, parece un San Bernardo con sinusitis el cabrón! -Pensó mientras enfilaba las escaleras pasando junto a las puertas cerradas de lo que serían los dormitorios. Bajó hasta el salón donde la tenue luz de un árbol de Navidad iluminaba parte de la amplia estancia. Una chimenea apagada con varios calcetines colgando, una mesa de comedor sin recoger, botellas de cava y brandy medio vacías y envoltorios de bombones y mantecados dispersos sobre el elegante mantel. Parecía como si la familia se acabara de levantar de aquella mesa en torno a la que aún resonaban risas y villancicos, tal vez alguna discusión, algún chiste, algún brindis por la salud y por llegar a la Nochebuena siguiente todos juntos.
Mientras escudriñaba la habitación en busca del tesoro, no dejaba de imaginar cómo serían las navidades en una casa como aquella, con una familia como la que él nunca tuvo, con comida y bebida de sobra, con jamón del bueno que no viniera en sobres de plástico y vinos ricos con nombres y apellidos. Un padre, una madre, unos abuelos, unos hermanos reunidos sin atacarse, sin robarse las ganas de vivir, sin machacarse unos a otros, sin despreciarse.
Aunque no se podía entretener ni un segundo, ya frente al abeto artificial rodeado de paquetes que tenía que apresurarse a seleccionar -no quería cargar con bufandas ni babuchas de franela- se dio cuenta de que estaba decorado, además de con guirnaldas y bolas brillantes, con fotos familiares, bebés, adolescentes, algunas en blanco y negro, la boda de los abuelos tal vez, otras en color, una joven en su graduación, un muchacho de soldado, un grupo riendo al borde de una piscina, una pareja esquiando… Olvidándose por un instante del peligro que lo apremiaba, se quedó embobado, observando, envidiando dolorosamente ese árbol que arman las familias comunes a base de recuerdos y anécdotas sin importancia, momentos que solo tienen gracia para ellos mismos, estampas de una sencilla alegría compuesta de retazos de felicidad pasajera, bromas privadas y motes cariñosos -o vergonzantes- que quedan prendidos a las ramas lo mismo que el pequeño trineo de cartón o la estrella de purpurina plateada.
-¡Qué pesao el Charli de los cojones! ¡Haber subido tú para variar! -Cuando su colega lo volvió a increpar decidió desconectar el audífono para así trabajar con más tranquilidad, disponiéndose a descubrir los paquetes más prometedores que tenía ante sus manos.
Par de gemelos de plata -joder, parece platino-, al macuto. Unos auriculares Bang & Olufsen, un frasco de perfume, Christian Dior, un pañuelo de Hermés con carruajes de colores, un iPhone 15 Pro, ¡pelotazo! Empezaba a llenar la valija con excitación desechando los juguetes que tenía alrededor, estos sin envoltorio. Avión Vector acrobático Sky Viper, Casa Family House Playset, Muñeca Rainbow High, Campo de Fútbol Playmobil Sports & Action…
Los niños. En medio de la penumbra pensó en los niños y en lo que les habría costado quedarse dormidos una noche como aquella. Pensó en él mismo y en la víspera de Reyes, tendría seis años, cuando, sin poder cerrar los ojos, oyó a sus padres pelear medio borrachos, bebiéndose la botella de coñac que habían dejado junto a tres copas por si sus majestades gustaban, insultando, agrediéndose con palabras y puños a la vez, agrediéndole a él cuando lo sorprendieron tras la puerta de la sala, atónito, descubriendo al mismo tiempo la verdad sobre los Reyes Magos y también sobre la vida, la que tenía por delante.
Aguzando por un momento el oído creyó percibir el sonido de una puerta abriéndose y unos pasos bajando la escalera. Podía oír mejor los latidos de su corazón que otra cosa, cuando, entre sombras y refugiado detrás del árbol vislumbró la silueta de un chaval en pijama caminando descalzo en su dirección. Todas las posibilidades se agolparon en su cabeza, salir huyendo cuanto antes, taparle la boca para que no gritara, tomar al niño como rehén para que lo dejaran escapar, esconderse tras las cortinas y esperar a que se volviera a su cuarto.
Pero el pequeño se le acercó sin miedo, con cara de sorpresa y de asombro, sin estar seguro de si estaría soñando, maravillado frente al intruso con la cara cubierta que acababa de dejar todos aquellos regalos en torno a su árbol de Navidad. Paralizado, el Jonah se le quedó mirando fijamente siendo consciente de que había llegado su fin, que no podría fugarse de allí cuando el puto niño comenzara a gritar. Estaba atrapado dentro de aquella casa que lo estaba asaltando a él, engulléndolo como la ballena a aquel Jonás de la biblia que le explicaron en el colegio, igual que su tocayo preso en la barriga del animal hasta que lograra arrepentirse en serio de todos los errores cometidos, como si tuviera tiempo, como si hubiera tiempo para tanto.
El chico se le iba acercando con los ojos abiertos de par en par, y cuando creyó que empezaría a pedir auxilio, vio cómo se llevaba el dedo índice a los labios pidiéndole silencio, en un gesto de secreta complicidad con el mago de sus sueños. -¡Shhh! Que nadie sepa que me he levantado en medio de la noche y he descubierto al Rey mientras hacía su trabajo, parecía pensar, más nervioso incluso que el aterrado delincuente.
Sin saber qué hacer se dispuso a sacar los regalos de la bolsa donde los acababa de guardar ante la mirada ilusionada del niño, que incluso le ayudó a colocarlos en torno al abeto, acercándole una copita de anís que reposaba en una bandeja al lado de la chimenea donde colgaban los calcetines y las piruletas. Se la echó a la boca de un trago sin caer en que llevaba puesto el pasamontañas, pringándolo todo con el dulce licor, así que sin pensarlo se lo quitó. Los ojos del crío se iluminaron al verlo a cara descubierta, y, notando cómo el frío desaparecía de su interior conforme el alcohol le bajaba por la garganta, acarició el flequillo de su joven cómplice, sonriéndole con afecto en contra de lo que sería lógico en semejante situación.
Pero tenía que irse cuanto antes, y no sabía cómo. Agarrándolo de una mano, el niño lo llevó hasta la entrada y se subió a una silla marcando una serie de números, un código tal vez, facilitándole la salida al rey que llenó su salón de regalos, sabiendo que le resultaría más cómodo que volver a escalar la chimenea. Atónito, el Jonah notó como, antes de poderse escapar, le tiraba de la chaqueta atrayéndolo para sí, en un gesto que parecía pedir un abrazo que de ninguna manera pudo negarle. Y así se quedaron un instante, en la penumbra de aquel elegante salón donde aún se oían las risas tras descorchar el champagne y los deseos de felices pascuas.
Un niño abrazado a la ilusión, un hombre asido con fuerza a la esperanza, a la segunda oportunidad que le prestaba la vida (¿acaso no la tuvo Jonás cuando lo escupió aquel cetáceo gigante?). Así fue como salió huyendo de aquella casa, y de sí mismo, y de la mala sombra que lo perseguía como una maldición, con el macuto vacío, sí, pero con el corazón lleno.