No es de extrañar que Simon Barks odiara la Navidad. No podía ser de otra manera. ¿Acaso te gustaría andar descalzo cada año sobre una alfombra de carbones encendidos?
No hay que culparle de que en cuanto empezaban a emitir por la radio baladas de Bing Crosby o Mel Tormé hablando de copos de nieve o castañas asándose en la chimenea, le dieran ganas de emigrar a Tombuctú durante las semanas siguientes. O en el momento en que notaba la primera escarcha tomando asiento sobre la rosada punta de su nariz, camino de la escuela. O cuando recibía la primera postal con un barbudo gordinflón en el sello. O la noche en que Mahalia Jackson empezaba a berrear Sweet Little Jesus Boy en el programa de Ed Sullivan, con sus padres sentados a medio metro del flamante televisor Philco sin pestañear, mandándolo a callar aunque no hubiera abierto la boca.
No existen evidencias del primer recuerdo navideño que guardaba en su memoria, pero podría ser a los tres o cuatro años cuando, un domingo de primeros de diciembre, lo montaron a la fuerza en un trineo para hacerle fotos con la Rolleiflex que estrenaba su padre. Estuvo cerca de morir por congelación mientras lo obligaban a subir y bajar una y otra vez de aquel artilugio de hierro oxidado en el parque de North Randall, Cleveland, a casi 10 grados bajo cero.
-¡Vamos Maggie! ¿Tan difícil es que se quede quieto un minuto? No, ahí no que le hace sombra el pino, venga mujer, ¡haz que sonría!
Desde aquel día el pobre Barks no ha dejado de tener frío, sobre todo en las manos y los pies, gélidos hasta cuando el calor de agosto hace que tengamos que dormir sin pijama.
También recuerda la herida que se hizo en la rodilla, las gotitas de sangre sobre la nieve, su calcetín blanco con borlas manchado, salpicaduras de rojo sobre el blanco de su tierna memoria, como si fuera papel pintado. Sin desdeñar el consiguiente disgusto de su madre, más por los calcetines que estaba estrenando que por el riesgo de que su primogénito contrajera el tétano mortal al cortarse con aquel viejo chisme de recreo.
La tarde que escribían la carta a Santa Claus, cuando casi no sabía escribir, el olor de las galletas en el horno, las cintas de colores esparcidas por la mesa mientras esperaban a que papá trajera el árbol a casa… Para cualquiera este sería un recuerdo a atesorar, en caso de que su padre no hubiera llegado tarde, cargando, en vez del árbol, con unos cuatro o cinco vodkas dobles, solo para entrar en calor. Riñendo con su madre, maldiciendo el tráfico, protestando por todo y tropezando sin querer con la mesa en la que Simon pintaba con acuarelas la misiva navideña, derramando el agua sobre sus deseos manuscritos, diluyéndolos igual que las olas borran las huellas de los pies.
Llegaba la mañana de Navidad, cuando lo sacaban del calor de su cama para abrir los regalos al pie del abeto decorado. Pero la caja en la que debería venir el tren eléctrico Hornby Dublo que había pedido era mucho más pequeña de lo que esperaba. Porque no era el tren eléctrico Hornby Dublo, claro que no, sino una máquina infantil con ruedas de madera, sin control remoto ni enchufes ni vías sobre las que cruzara el cuarto de juegos, ni nada. Aquellas navidades le enseñaron a Simon el verdadero significado de la decepción, curtiéndolo en la tarea de aceptar la vida como un rosario incesante de desengaños. Y aprendiendo a mentir de regreso al cole, cuando sus compañeros fardaban de regalos con los que Santa les había premiado por su intachable comportamiento, o sus progenitores por sacar buenas notas y lavarse bien detrás de las orejas, los que ya conocían toda la verdad sobre el hombretón de los renos.
¿Y el año que lo llevaron a ver Mary Poppins al Criterion? Era un día antes de Nochevieja y se quedaron parados más de una hora hasta que una grúa arrastró el coche familiar al taller más cercano. Solos los cuatro -ya había nacido la pequeña Millie-, bajo la nieve que había congelado el motor del viejo Pontiac igual que sus deseos de ver volar a aquella niñera inglesa. Por fin llegaron al cine, casi una hora después de que empezara la sesión.
-¿Qué más da hombre? ¿A quién puede importarle perderse el comienzo de una película de niños? Ni que fuera una de Hitchcock.
En la penumbra de la enorme sala con olor a terciopelo rozado, humo de cigarrillos y marshmallows chuperreteados, molestando a los espectadores que tenían que encogerse para dejarlos pasar, al fin lograron sentarse frente a un montón de deshollinadores con la cara tiznada haciendo piruetas por los tejados y las chimeneas de Londres, cantando algo que parecía decir “bailando todos al compás”. Después de sonarse la nariz, irritada por la llantina y el resfriado que acababa de pillar bajo la ventisca, el chico se quedó como hipnotizado ante aquella escena que no acababa de entender, sobre todo porque no sabía nada de lo que había sucedido antes. Deseando que la vida fuera exactamente así, todos bailando a la vez, ni una pierna más alta que otra, exultantes ante un futuro que solo podía traer más diversión aún, más saltos y piruetas acrobáticas al compás, más armonía.
No debemos juzgar al muchacho por tener aversión a estas fechas tan señaladas, sobre todo a las semanas que las precedían. El día en que seleccionaban las voces para el coro, justo después de Acción de Gracias, ese año -ya habría cumplido los doce- el Sr. Morton, un tonel con patas y bigote engominado, descubrió que la blancura de su voz estaba desapareciendo como el hielo bajo una lluvia de primavera. En principio esto no debía tener mayor importancia si no hubiera significado separarse de su adorada Clary, junto a la que lo situaban desde tres cursos antes. Allá arriba, entre un grupo de zangones con granos y pelusa sobre el labio ensayando Joy to the World, divisaba sus trenzas rubias rematadas con dos lazos azules que concentraban toda la perfección que podía existir en el mundo. Cuatro filas más abajo se alejaba la esperanza de volver a cantar junto a Claire D´Agostino, una de las pocas cosas que le alegraban estos días. Tener cerca su voz celestial, oler su colonia de flores, rozar su brazo contra la calidez del suyo… y todo por un par de malditas octavas que estaban dejando atrás su niñez.
Pasó bastante tiempo antes de que volviera a ilusionarse con alguna chica, pero fue también cerca del día en que se cuelgan las coronas de acebo sobre los llamadores de las puertas. Toda la clase de octavo grado había sido castigada sin ir al cine, algo que Simon consideraba una injusticia ya que los culpables eran los de siempre, un grupo de gamberros que, esta vez, habían metido una mofeta viva en el cajón del pupitre del pobre Jimmy Dominczyk. Ansiaba que llegara el día antes de las vacaciones -aun sintiendo una reconocida inquina por las mismas- porque los llevaban, como ya era tradición, al salón de actos del colegio a ver ¡Oliver! Ya se la sabía de memoria, pero aún estaba deseoso de ver la escena en la que el huérfano es recibido en la ciudad con un impresionante baile de bienvenida, y este año, además, había acordado sentarse junto a Gwen Saunders, que le prometió llevar galletas de jengibre horneadas por ella misma. Lo tenía decidido, esa tarde iba a cogerle la mano, no sabía si antes o después del intermedio. Así que, armándose de valor y con la determinación de un valiente justiciero, se escapó al auditorio usando la excusa de salir al servicio. Con el corazón punzándole como las baquetas sobre la batería de Buddy Rich, entró disimuladamente cuando las luces ya estaban apagadas y acababan de salir los nombres de los artistas que actuaban en la película. Buscando con disimulo dónde estaría sentada, esperando con los dedos cruzados que le hubiera guardado un asiento a su lado, notó como una manaza lo cogía por el hombro sentándole en una butaca con la fuerza de un coloso. Se trataba del Sr. Roperth, el jefe de estudios, al que llamaban “Roper the Groper” por su consabida afición a palpar carnes ajenas sin permiso, especialmente de muchachos sorprendidos cometiendo alguna fechoría.
En lo oscuro del salón, mientras Mark Lester entonaba el almibarado ¿Where is love? Simon Barks maldecía su suerte, y los doce días de Navidad, y el muérdago pendiendo sobre las cabezas, y los trineos con sus cascabeles, las galletas de jengibre, el acebo, la estrella de Belén, los coros de ángeles y a Santa Claus con la reata de estúpidos renos confundiendo los trenes eléctricos que piden los niños. Con el orondo profesor sentado a su derecha, y su cuerpo pegado al asiento de la izquierda como quien teme caer por un precipicio, no dejaba de buscar a su amada entre las espaldas de los distraídos espectadores -siempre se aburrían cuando empezaban a cantar alguna canción sentimental-, preguntándose, igual que el malafortunado Oliver Twist, dónde estaría su amor.
¿Y el año en que el abuelo Joey se atragantó con un hueso del pavo y hubo que llevarlo a urgencias en mitad de la cena de Nochebuena?
-¡Corre Simon, dale fuerte en la espalda que se ahoga! ¡Dadle agua a ese hombre por el amor de Dios!
¿Y aquel fin de año, el primero en que le dejaban salir a una fiesta, justo antes de que se le inflamara el apéndice hasta alcanzar el tamaño de un membrillo?
¿Y cuando se partió la rótula en un partido de hockey el día que iban a encender el árbol en Randall Square? Había quedado con sus amigos y tenía por seguro que si no acudía esa noche, el listillo de Ronald McCoy aprovecharía la ocasión para levantarle a Susan Larson, la chica más sensual del instituto. Aun así, y a pesar de que Ronnie y Susan incluso llegaron a casarse, nunca se alegró de que su compañero, ahora dueño de uno de los drugstores más prósperos de la ciudad, fuera sorprendido en un motel barato con uno de sus empleados algunos años más tarde, el día siguiente del estrambótico encendido de luces navideñas de su negocio, por cierto.
No es que todo lo malo le sucediera a nuestro desdichado protagonista en torno a los días en que celebramos el nacimiento de Nuestro Señor, que también padeció algún que otro escollo en su vida cuando pintan los Huevos de Pascua o sacan los trajes de baño a los escaparates de Neiman Marcus. Pero, llámalo casualidad o no, muchas de las peores cosas que recuerda -como cuando se enteró del despido y la detención de su padre la tarde en que su hermana Millie se estaba disfrazando de elfo para el desfile de Navidad-, y de las que no quiere recordar, ocurrieron en esos días en los que más inflamos el globo de las expectativas, poco antes de que, de una manera u otra, alguien lo acabe explotando.
Aunque curiosamente, fue el día en que se ilumina el enorme abeto de la Casa Blanca cuando conoció a Kathy. Estaba en la biblioteca de humanidades de la Universidad de Ohio cuando sus compañeros corrieron a la cantina a ver la retransmisión del acto en directo, quedándose solo frente a una desconocida que parecía no estar muy interesada en el acontecimiento. Aparte de muchas más cosas que ahora no vienen al caso, le llamó especialmente la atención la pegatina de El Grinch que llevaba en su mochila, claro indicio de que, al igual que a él, no le importaría lo más mínimo que algún monstruo vengativo de pelo verde viniera de una puñetera vez a robar la Navidad para siempre jamás.
Ese día se sorprendió a sí mismo silbando Let it snow, let it snow mientras cruzaba el jardín del campus entre árboles escarchados, resbalando sobre un charco de hielo hasta casi romperse la crisma, pero al fin, no sabemos cómo, pudo mantener el equilibrio. ¿Tal vez estaba cambiando su suerte?
-¡Vamos Simon arranca por lo que más quieras! ¡Que esta no quiere esperar!
Con las calles atestadas de gente rematando sus últimas compras, nuestro amigo renegó una vez más de las dichosas fiestas cuando se disponía a llevar a su flamante esposa al hospital del condado, una vez que hubo roto aguas días antes de lo previsto. Sí, su primera hija, Evelyn -la que nos ha explicado la historia “antinavideña” de sus padres-, nacería exactamente el día de Navidad, siendo atendida por enfermeras con bastoncitos rallados y hojas de muérdago prendidos en las solapas de sus batas, arruinando para siempre la más que asumida animadversión por estas celebraciones que, por una u otra razón, llevaban a gala en su familia.
Al fin, redimido de la ominosa sucesión de reveses que lo hostigaba sin piedad desde sus más lejanos días de adviento… ¿Qué creen que voy a contarles ahora? ¿Que a partir de ese momento se apresuró a ribetear su fachada con lucecitas de colores y a construir un pozo de los deseos en el jardín trasero? Pues se equivocan, a pesar de que finalmente Santa Claus acertó de pleno con el regalo que Simon había deseado, pese a que sus pies y sus manos dejaron de padecer frío todo el rato y de que a veces, casi sin darse cuenta, se veía tarareando algún villancico de Nat King Cole -su versión del All I want for Christmas (Is my two front teeth) era de uno de sus favoritos-, los Barks tomaron la costumbre de celebrar las fiestas de acampada en los lugares más recónditos y apartados de los oropeles navideños que pudieron encontrar. Aunque nunca, que sepamos, llegaron hasta Tombuctú.