Fue envuelta en una nube luminosa que templó de golpe el frío de su rostro, entonces se disipó pero al instante la cegó una luz tan grande que no podía mirarla. Su cuerpo, aquejado de dolores, sintió una ligereza inaudita, como si volviera a la niñez, y el hedor a fango y boñigas se tornó en un aroma indefinible, algo que no había olido jamás. Notaba como si flotara en el aire, plena de felicidad aunque con miedo de caer al despertar de lo que estaba segura sería un sueño.
La pobre Hazel no soñaba casi nunca, o no se acordaba de nada al levantarse, ni se paraba a intentarlo, tenía demasiadas tareas por delante como para perder el tiempo en fantasías y quimeras. Salir del lecho antes del amanecer y ver si las gallinas habían puesto, ordeñar la vaca, sacar los rescoldos del brasero y encender el fuego de la cocina mientras iba, en silencio, recitando sus oraciones. Casi todo lo hacía en silencio. Cocer el pan y preparar el labneh, despertar a los niños, darles de comer con la ayuda de Heba, su única hija entre siete varones, de ahí a preparar las habitaciones de los huéspedes que ya se hubieran levantado, limpiar el suelo y adecentar los jergones de paja de cada pieza. Además esa mañana tenía que asear a los pequeños porque empezaba el Sucot, la fiesta de las cabañas. Lo que para todos era motivo de alegría, para ella suponía una carga extraordinaria a su ya extenuante sucesión de labores, encima sin la ayuda de su esposo y sus hijos mayores que se marchaban a la ciudad santa para asistir al primer día de la celebración.
Salió apresurada del mercado sin pararse con las vecinas, tenía que ponerse a preparar comida para los siete días que duraba la fiesta, y antes de las diez ya estaba despidiendo a los peregrinos tras llenarles el serón de viandas para el viaje. Hacía frío aquella mañana del mes de tishrei, más del que sería normal en esa fecha, lo notó cuando les dijo adiós desde la puerta del corral, como si se le empezaran a helar las venas dentro de la piel. Se quedó mirando al cielo fijamente, no tenía el color habitual, ni la luz; de repente una bandada de gorriones lo pintó entero de gris, como si estuvieran tratando de escribir alguna cosa allí en lo alto. Todo en ella era extraño aquella mañana, lo sentía adentro del pecho, como si algo terrible o magnífico estuviera a punto de suceder en cualquier instante, algo que lo cambiara todo para siempre.
Cerró el portón como quien cierra un salidero de malos pensamientos y se puso de nuevo a la faena. Deambulando presurosa por los cuartos, más por no mostrarse ociosa a los ojos de los forasteros que por el trabajo que le quedaba por hacer, miraba al suelo para no cruzar sus ojos con ninguno de ellos. La improvisada hostería estaba llena de hombres que llegaban de todas partes para armar los tabernáculos, como llamaban a las chozas que montaban para rendir honor a sus antepasados cuando cruzaron el desierto, así lo mandaba la tradición. Hacía tiempo que tenían que arrendar parte del bayit en algunas fechas del año para ayudarse con los gastos, especialmente en épocas de malas cosechas, por mucho que a Yadiel le disgustara, pero eran diez de familia y tenían que sobrevivir como fuera. Su esposo se había marchado con un gesto hosco de desconfianza, no sabía si hacia ella o por los gañanes que tendría que atender durante su ausencia, pero ya se había acostumbrado a esa expresión en su mirada.
Al instante oyó unos pasos subiendo la escalera que enseguida reconoció: el estruendo que producía al caminar la vieja Pesche -así la llamaban y no tenía muchos más años que ella-, como si fuera aplanando la tierra bajo sus suelas. Experta cocinera, curandera, comadrona y casamentera ocasional, además de la vecina más cotilla del barrio, llegaba solícita a echarle una mano con la tarea, aunque en ese momento, por mucho que precisara de ayuda, deseaba cualquier cosa menos tenerla a su lado. En cuanto la miró a la cara supo que le pasaba algo, disponiéndose a darle unas friegas de aceite y ruda para mitigar los dolores que la pobre Hazel solía padecer, aun asegurándole que se encontraba bien.
Mientras le frotaba la espalda con energía no paraba de contar cómo estaba el mercado aquella mañana, a quienes se había encontrado y cada cosa que habían comprado, de cómo la aldea se estaba llenando de emigrantes que volvían para inscribirse en el censo de los romanos, maldiciendo al gobernador -para lo cual bajó la voz por primera vez desde que llegó- por tener la culpa de que estuvieran siendo invadidos por extraños, además de los peregrinos de los chozos, que no se estaba ya segura en ningún lado. Volvió a hablarle del hermoso Shimmele para su Heba, a pesar de haberle rogado que esperara a que la niña cumpliera al menos los doce, pero insistía en que no encontraría mejor partido ni en todo Bet-lehem ni en sus alrededores. De la desvergüenza de un najri que andaba buscando cobijo con sus hijos y su esposa, pero que por lo que decían no era su esposa, esa misma mañana se lo había contado Galit la pescadera. Cargando con una mujer en avanzada espera sin estar casado con ella, qué desfachatez, no sabemos a dónde vamos a llegar si se consienten cosas así -le decía-, y que ni se le ocurriera abrirle la puerta en caso de que allí se presentara.
La mayoría de los chismes ni los oía, en parte por estar más pendiente del dolor que la tenía azotada, pero sobre todo porque su cabeza no estaba aquel día donde solía estar. Los vieron ayer acampando cerca del Migdal Eder -seguía relatando Pesche en una cantinela sin fin-, Dios bendiga a Raquel esposa de Jacob por presenciar tal vergüenza, y hasta a los rebaños que pastan junto a su sagrada tumba, es que los extranjeros no traen nunca nada bueno.
Cuando por fin se hubo marchado, una vez que la ayudó a dar las gachas a los moradores y limpiar los cacharros, Hazel decidió ir con sus hijos a visitar las cabañas que ya estarían casi terminadas. A pesar de que a su esposo no le agradaba que se alejaran del bayit sin él, esa tarde necesitaba tomar el aire y que los chicos corrieran un rato, aunque cargar con el pequeño le pesaba como un quintal sobre sus abatidos lomos. Pero les gustaba tanto ver los ornamentos que hacían los devotos, las antorchas encendidas, las guirnaldas de azaleas, los mantos colgados junto a los techos abiertos para mirar las estrellas, los músicos tocando el shofar de carnero… que se quedaron allí hasta que les sorprendió el anochecer, embobados con los rabinos bendiciendo a voces las ramas de sauce y de mirto, la cidra y las palmas, las cuatro especies que dicta el mitzvá.
En esto que, admirada de la actividad que había en la acampada y abstraída por completo de sus preocupaciones, echó en falta a Lazar, su hijo de cinco años, cayendo en la cuenta de que hacía un buen rato que no lo veía. Mandó a la joven Heba a buscarlo, gritando las dos su nombre entre la algarabía, a cada instante más angustiada por el temor de que algo le hubiera sucedido o de que alguien se lo hubiera llevado. Podía escuchar su corazón latiéndole por encima de los ruidos que la rodeaban, los ojos de par en par por ver si lo hallaba entre la chiquillería revuelta, pero no, por mucho que preguntara nadie lo había visto.
Empezaron a brotarle las lágrimas al ver a su hija volver con el rostro lívido por no haberlo encontrado, pensando atormentada cómo le iba a decir a Yadiel que había perdido a su yeled -así solía llamarle con más cariño que a ninguno de los otros-, cuando vio aparecer entre la multitud la figura de un hombre acompañado de un niño. Por muchos años que viviera nadie podría arrebatarle esa imagen de su memoria: el semblante de aquel varón de barba y ojos oscuros conduciendo a su Lazar de la mano, que parecía no pisar el suelo, como si lo llevara el aire, o así lo vio ella tal vez por el estado de conmoción en que se encontraba. El pequeño venía sonriente, jugando con una vara que tenía un lirio blanco amarrado en la punta, como si nada hubiera pasado, así fue entregado a su madre, que de tan aturdida no acertó ni a darle las gracias a aquel buen najri, sin ni siquiera poder reaccionar ante la profunda mirada del desconocido.
Por fin de vuelta a casa, una vez hubo acostado a sus hijos y cansada como si hubiera porteado un saco de piedras sobre sus hombros, fue a sentarse un rato junto al fuego a esperar el regreso de su esposo y los muchachos. Pero una luz como de amanecida la atrajo hasta la ventana, y no había luna. Subió hasta el mirpeset, el murete que daba al gallinero desde el que se vería mejor el cielo, y allí se quedó, no supo si mucho o poco rato porque perdió la noción del tiempo, embelesada con el fulgor de una estrella que parecía querer posarse sobre los tejados.
De pronto, un ruido quebró el silencio de la noche. Como de un bello sueño fue despertada bruscamente por los golpes que oyó en el portón. Bajó pensando que sería Yadiel ya de vuelta, pero le parecía demasiado temprano, o tal vez algún inquilino que venía a dormir, aunque le extrañó porque a ellos se les pedía que entraran por la verja del corral. Fue bajando la escalera con sigilo, mas ante la insistencia se apresuró a levantar la aldaba y se lo encontró allí, plantado ante su puerta con expresión angustiada y un sucio papel en la mano en el que aparecía escrito su nombre y linaje. Hijo de Helí, proveniente de la estirpe de David, Yôsef de Galilea, heredero de jueces y patriarcas y muchas más palabras emborronadas que ella, pobre analfabeta, no sabía entender, pero asintió con la cabeza y se dispuso a escucharle, aunque fuera solo por tratarse del mismo hombre que le había devuelto a su hijito unas horas antes.
A pesar de que, sin entender la razón, aquel extraño le daba más confianza que nadie en toda su vida, se sentía incapaz de atender sus ruegos por varias razones. El bayit estaba lleno, hasta en el establo había mozos durmiendo, no estaba su esposo para dar su conformidad, era de noche y sería imprudente alojar a unos desconocidos sin referencia alguna. Le ofreció comida, ropa de abrigo para aquella fría noche, la esponja de mandrágora que tenía guardada como un tesoro para cuando los dolores se volvían insoportables… Pero no los podía admitir, aunque a su mujer le hubiera sorprendido el arranque del parto sin techo para refugiarse.
Con lágrimas en los ojos se marchó sin aceptar las ofrendas de Hazel, pero ésta, al verlo alejarse en la penumbra, sintió un pellizco en el pecho y un impulso al que no se pudo resistir, como si una cuadriga enloquecida la hubiera enganchado. Y salió corriendo a casa de la vecina Pesche, a sabiendas de que la iba a reprender con severidad, pero eran conocidas sus dotes de partera, entre otras muchas, y esa pobre mujer necesitaba de su ayuda con urgencia. No sabemos cómo se lo pediría ni qué cosas le diría, pero la vieja armó un zurrón con lo necesario y se fue con ella a buscar a aquella familia en infortunio. “El hombre ha de someterse a Dios igual que la mujer al hombre”, iba relatando entre otras muchas cosas mientras buscaban por cada jaima y cada urvah de animales donde se hubieran podido refugiar, increpándola por la insensatez de ignorar las reglas principales del matrimonio y tomar decisiones en ausencia de su dueño.
A punto de darse por vencidas, ateridas por el frío y en el momento justo de enfilar el camino de vuelta, las sorprendió un resplandor que parecía tornar el cielo del color de la esmeralda, o de los zafiros de la corona del Rey Salomón -según palabras de la vecina-, una extraña ráfaga que las condujo, como hipnotizadas, hasta un tabernáculo de troncos y paja donde tal vez alguien habría dejado encendida una candela, creyendo que de allí vendría aquella extraordinaria luminaria. Pesche le ordenó que se fuera con ella, que si su esposo no la encontraba allí a su regreso la iba a moler a estacazos y con razón, que todo aquello parecía una treta del demonio, mientras se alejaba protestando sola hacia su casa. Pero aun oyéndola mascullar la reprimenda, sus pies se dirigían, como guiados por la mano de un ángel, en dirección a aquel sucio chamizo donde pernoctaban las bestias.
Y allí, de repente, fue envuelta en una nube luminosa que templó de golpe el frío de su rostro, entonces se disipó pero al instante la cegó una luz tan grande que no podía mirarla. Su cuerpo, aquejado de dolores, sintió una ligereza inaudita, como si volviera a la niñez, y el hedor a fango y boñigas se tornó en un aroma indefinible, algo que no había olido jamás. Notaba como si flotara en el aire, plena de felicidad aunque con miedo de caer al despertar de lo que estaba segura sería un sueño.
Pero no lo era, abrió los ojos como pudo y vio a aquella mujer dando el pecho a un recién nacido, en paz y calma. Sin ni siquiera permitirse imaginarlo, sin atreverse a poner palabras al milagro que acababa de presenciar, supo, aunque jamás llegaría a confesarlo, que estaba viendo a Dios.