El productor es consciente de cuál es la realidad del mercado, cuál es el perfil exacto del público al que se dirige. Además, sin duda es el que más arriesga porque es el que pone –o gestiona- el dinero. Y este riesgo es para él necesidad de que el texto funcione, y ya sabemos que la necesidad agudiza el ingenio. Con ingenio agudo, el productor, que ha visto mucho teatro y sabe lo que dice, es quien debe revisar el texto del dramaturgo, anacoreta fantasioso, y marcar los cauces por los que han de encaminarse las palabras para que lleguen al gusto del público.
El director es el que está ahí al pie del cañón y es, a fin de cuentas, quien firma el montaje: no es el responsable de la interpretación ni del texto ni de la iluminación… no es el responsable de nada y lo es de todo porque el todo final que vea el público es responsabilidad suya. Las palabras que en el sosiego del escritorio juntó en su momento el dramaturgo podrán estar muy bien, los cauces que marcó el productor en la calma de su despacho serán muy sensatos, pero es él, el director, quien debe tutelar la versión definitiva que llegará a los espectadores.
El actor pone, no sólo voz, sino también cuerpo y expresión a las palabras que el dramaturgo dice que oyó en su cabeza. El actor profundiza en el personaje, a partir de pistas que descubre a lo largo de la obra, es capaz de trazar su biografía, su perfil psicológico y hasta su carta astral si es preciso. Y es por eso, por este profundo conocimiento del personaje, que en ocasiones se ve obligado a suplir alguna carencia del dramaturgo, que a veces no da con el comentario oportuno, a veces no construye las frases del modo que queda mejor. Afortunadamente el actor, que también es un creador, suma su talento, incorpora su trabajo al del dramaturgo, al del productor, al del director, y él, de forma inevitable y graciosa brinda a los espectadores la única versión del texto que, probablemente, conocerán.