María Rodríguez Velasco

Carcoma y Opio

martes 24 julio 2018

En ocasiones, despertaba de repente porque soñaba que se dormía al volante y caía por un barranco. Entonces, se incorporaba en la oscuridad y abría los ojos. Los latidos del corazón galopaban por su garganta y sus sienes. Las persianas dejando entrever la luz de la luna, el murmullo de la radio en su mesilla y la tranquilidad propia del hogar durante la madrugada le hacían recuperar la lucidez y la calma; incluso la indiferencia que mostraba Luis a su lado –roncando e inmóvil- le reconfortaba. Se levantaba, bebía un vaso de agua y se descalzaba, para sentir tanto frío en la planta de los pies que no le cupiese ninguna duda: estaba viva.

Otras veces, escuchaba la ducha y se volvía para comprobar que, en la otra parte del colchón, sólo quedaban las sábanas revueltas. Saltaba de la cama y abría la ventana para ventilar, culpándose por haber reposado más de ocho horas. Aquel sueño repetitivo era como una caricia: ella conducía por una carretera desconocida. El paisaje era interminable y la calzada, infinita. La puesta de sol permanecía en su culmen, cuando la luz se parece a la cerveza y a la miel. Había equipaje en su maletero, aunque no pudiera verlo, y viajaba con un destino. De fondo, la canción Gentle on my Mind, cantada por Patti Page, abrazaba sus expectativas con esperanza y seguridad. ¿Hacia dónde se dirigía sola y sin mirar atrás?

Luis la estaba engañando. No sabía desde cuándo, pero era evidente que tenía una amante. Lo peor no fue descubrir que muchos de sus fines de semana fuera –con maleta y billete de avión- no estaban dedicados única y exclusivamente a congresos de medicina, sino la insistencia de éste en ponerle excusas tontas. La ofendía. Pensaba que cualquier explicación podría cubrir semejante engranaje de mentiras. Era obvio que Luis no quería dejarla, pero también lo era que tampoco pretendía prescindir de aquella aventura. Gastaba más dinero que nunca y sus guardias en el hospital eran continuas. Ya no le contaba nada; se limitaba a decir que trabajaba demasiado, que no le apetecía discutir, que no tenía tiempo.

Aquel uno de marzo había quedado con Ángela para desayunar en la churrería de la Plaza de Lares. Llegó pronto y decidió mirar algún escaparate. Su reflejo en el cristal era ambiguo: mostraba el cuerpo de una muchacha de veinte; pero sus profundas ojeras y las arrugas que enmarcaban sus ojos, y las comisuras de sus labios le añadían más años de los que tenía. En otro momento, se hubiera reído o guiñado un ojo a sí misma; entonces, bajó la cabeza y caminó aprisa.

Ángela estaba radiante. Le enseñó todas las fotos de su reciente visita a Praga y la puso al día de todo lo que sucedía en el claustro de profesores de su colegio. Al despedirse, ya subida en el taxi, le dijo a gritos que Camila había muerto y que tenían que buscar algún fin de semana para ir al pueblo, cumplir con la familia y llevarle unas flores al cementerio. Al llegar a casa, no pudo evitar llamarla enfadada y machacarla a preguntas: ¿desde cuándo lo sabía?, ¿por qué no le había confesado que estaba enferma?, ¿cómo podía reducir el hecho a un mero trámite de fingimiento compungido?, ¿no se acordaba de tantos años compartidos de secretos y complicidad?

Parecían hermanas y eran las mejores amigas desde la guardería. Lo hacían todo juntas, aunque tuvieran una gran pandilla. Esto, a veces, suscitaba celos y más de uno intentó ponerlas en contra. Querían estudiar, ver el mundo, ser independientes… las tres juntas. Luego, llegó selectividad y cada una escogió un rumbo. Al principio, se echaban tanto de menos que lloraban y se mandaban cartas a diario. Después, conocieron a otras gentes, se mezclaron en otros círculos y la vida fue haciendo –y deshaciendo- todo lo demás. Desde hacía años, habían perdido el contacto con Camila y ya no sabían si seguía en Dublín, o había vuelto a España. Ahora, estaba muerta, en un nicho frío y húmedo, donde unas letras plateadas y en relieve hacían constar su nombre, su fecha de nacimiento y la de su defunción.

Ese mismo sábado, después de haber telefoneado a Ángela siete veces y no obtener respuesta, se fue al pueblo; directa a una hectárea de viñedos de su tío Tulio. Le costó bastante encontrar el olivo; hasta llegó a pensar que algún rayo lo habría partido o, simplemente, que no habría sobrevivido al paso del tiempo. Se ensució las manos y las rodillas, escarbó y sus uñas se pusieron negras. Con la cara tiznada, las lágrimas ensuciaban su cara y la impotencia le quemaba el ánimo. Finalmente, la encontró. Aquella cápsula, que tres niñas de catorce años habían escondido veintiséis años atrás, estaba intacta, como esperando su renacimiento. Quebrantó el pacto y la abrió: un recorte de periódico, una moneda, unas entradas de cine, una pegatina del grupo musical de moda, un colgante en forma de mariposa, unos labios marcados en un papel cuadriculado, una fotografía donde las gafas y los aparatos de dientes acaparaban todo el protagonismo, un frasquito de perfume, la letra de una canción, un poema y tres cartas firmadas.

Cuando volvía a casa, Glen Campbell cantaba Gentle on my Mind en la radio y el sol del atardecer brillaba en sus ojos. En el asiento de al lado, un baúl de recuerdos, promesas e ilusiones caducadas, le pedía explicaciones. Era muy fácil culpar a las circunstancias y encadenarse a un “no puedo”, reírse de todo aquello que uno quiso ser y vanagloriarse de que la madurez te enseña a ser realista. ¿En qué momento convirtieron lo posible en imposible?, ¿cuándo comenzaron a rendirse y a dejarse aturdir por esa maldita canción de cuna?

Las curvas del trayecto la sosegaban y no le parecían tan peligrosas como el salto que ya había decido dar. De todos modos, si caía, sería como empezar otra vez.

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