A la una y media, si ya he acabado todas las reuniones programadas, suelo sentarme y hacer un registro de tareas. Supongo que no sirve de nada que yo muestre ese papel con la fecha y la hora en que me cité con el señor y la señora Márquez, si éstos asistieron o no, o si telefonearon para excusar su ausencia. Al fin y al cabo, no hay firmas, ni sellos que confirmen esos hechos. A mí me da confianza; con eso, basta.
Hoy he tenido que meterme en la biblioteca. No había ningún otro lugar libre. He levantado la persiana para que entrara algún rayo de sol, que este inusual diciembre nos regala. No confío en sus buenas intenciones. Ya le habrá dicho a enero que nada de remilgos y consideraciones. En frente, hay una fachada rosa con un par de buhardillas. Esos dos balcones repletos de plantas y las puertas de madera roja –con cristales coloreados en la parte superior- me recuerdan la vieja canción de “La Vie en Rose”.
Siempre cometo el error de fantasear y perder el tiempo cuando se presenta algo inusual, como si no tuviera en la agenda un montón de puntos pendientes.
Ayer me crucé con él. Me vio. También me miró. Enmudezco cuando está cerca. Fue cerca de la calle Toledo o… Es inútil. Llevo cuatro meses aquí y todavía tengo que pararme a pensar dónde vivo. Los nombres de las avenidas y de las plazas tampoco consigo memorizarlos. El caso es que yo pasaba por esa antigua cochera, con arbustos en los rincones, que huele a vaca. Iba a cambiarme de acera porque me repugna ese olor, pero fue él quien se adelantó. Debe de ser muy tímido. Ni siquiera es capaz de mantenerme la mirada. Tiene los ojos azules, aunque no me atrevería a discutir si alguien me asegurara que son grises.
El martes me levanté muy temprano. No podía seguir durmiendo y decidí darme una ducha caliente. Al salir a la terraza para colgar la toalla, encontré decenas de hormigas con alas. Estaban por todas partes, amodorradas, torpes y repugnantes. Cerré la puerta de golpe y me quité toda la ropa. De repente, me vi en un rincón, tiritando de frío y con lágrimas en los ojos. De niña, en las fiestas de san Isidro, mi pueblo se engalanaba y todo el mundo estaba hasta la madrugada en el campo. Justo alrededor de la ermita tocaban unos músicos, bailaban los abuelos, se servían cervezas y montaditos de carne en barras improvisadas sobre el terreno. Hacía calor, siempre hacía calor. Una de esas noches –yo tendría cuatro años- mi padre me tenía en sus brazos, mientras charlaba con mi madre y unos amigos. Yo estaba cansada, a punto de cerrar los ojos. En un instante, un grillo saltó y se me encaramó en el hombro. Comencé a retorcerme y a llorar. Al verme así, ellos prefirieron volver a casa para que durmiera y se me pasara el susto. Unas pocas horas después, saltaron de la cama al oír mis gritos. Encendieron la luz y me encontraron de pie en la cama, junto al cabecero. Estaba histérica, con la mirada perdida y espasmos de llanto. Sólo balbuceaba y señalaba las sábanas. No pudieron encontrar nada. Esa noche, mi único consuelo fue dormir entre los dos. Desde entonces, me dan pánico no sólo los grillos, también los saltamontes, las cucarachas y las hormigas con alas.
Conseguí calmarme con una tila y algo de música. Me fui una hora antes a trabajar –por suerte, tenía el coche muy cerca- para no pensar. Aparqué y allí estaba. Tenía el pelo húmedo y cargaba con dos bolsas del supermercado. Me pareció muy raro que tan temprano estuviera abierto alguno, pero sólo con un vistazo comprendí que lo que contenían eran juguetes. Acaso, ¿tenía hijos? Aunque semejante cantidad era exagerada; más bien, podrían ser coches y peluches usados. ¿Iría a donarlos a alguna asociación?
Me dirigí al edificio y forcejeé con la cancela. La cerradura se atascaba muy a menudo. Al abrir la puerta del despacho, un bochorno extraño me empañó las gafas. En el suelo, un sobre cerrado, sin dirección ni remitente. El mensaje era escueto:
“No te azerkes a la fuen te”
¿Lo había escrito un crío o alguien que quería despistarme? El trazo era muy irregular y la caligrafía, horrible.
Volviendo a “La Vie en Rose” y a esta biblioteca, empiezo a sentir frío. No sé si será la humedad de estas estanterías desvencijadas o las polillas que devoran páginas quietas; tal vez, el nubarrón que ahora oscurece el cielo tenga parte de culpa. Si no me apresuro, voy a mojarme y mi coche está a doscientos metros.
La gente corre, se refugia en los portales. La lluvia golpea con furia nuestras ganas de primavera y yo voy a resbalar de un momento a otro. Paraguas de colores y vehículos en doble fila. Tomaré un atajo por el callejón. A lo lejos, él con un chubasquero amarillo, saltando dentro de los charcos. Mis faros lo alumbran y aúlla. Tengo que hablarle. Es el momento.
-¿Qué haces? Te vas a resfriar.-
-¡No te acerques a la fuente!-
-¿Por qué te llaman “el loco de la llave”?-
-La llave está en el agua. ¡No te acerques! Hamelín está ahí. Me robó la llave del castillo.-
-Se avecina una tormenta. Vete a casa. ¡Hazme caso!-
-No, Hamelín me está llamando.-
Hamelín, con su flauta, hechizó a los niños. Él no ha crecido, a pesar de ser un hombre canoso y maduro.
Desde mi terraza los truenos se confunden con sus aullidos. Y yo, con perlas de agua en la cara, aspiro el petricor. La libertad tiene formas curiosas y nuestras retinas no siempre pueden reconocerla.