Le sientan fenomenal, como hechas a medida. Ella puede lucirlas con la elegancia que le dan sus ochenta años y la seguridad de las batallas ganadas. Las perdidas pueden haberle dejado racimos de arrugas, pero esto acentúa su sensualidad innata; tanto como esa forma de sonreír, pícara, retadora y desconcertante. Mi abuela siempre quiso ser como Ava Gardner, pero tuvo que conformarse con parecerse a Sophia Loren. Ella nunca ha tenido bolsas bajo los ojos.
Estas gafas se han mantenido en un precio desorbitado durante meses y han debido esperar al día de su cumpleaños. Como una cría que se revuelca en el suelo cuando no consigue lo que quiere, la matriarca decidió no usar las suyas, las de siempre, hasta que alguien le regalara las que había visto en el escaparate de la avenida de La Encina y se había probado en repetidas ocasiones; asegurándole a la chica que le atendió que, antes o después, las compraría.
De niñas, nos hacía tirabuzones en el pelo a mí y a mis hermanas. Parecíamos muñecas de porcelana, caminando por la acera -todas, de la mano- ante la empalagosa mirada de vecinos y amigos de la familia. Supongo que disfrutaba, no porque fuéramos sus nietas y pasáramos la mayor parte del tiempo a su lado, sino porque éramos su juguete; la plastilina que se amasa con los dedos, se pellizca y se transforma en cualquier rudimentaria representación.
Conoció a mi abuelo en una verbena y le pareció tan bien plantado que no aceptó sus requiebros a la primera; se hizo de rogar para -según ella- dejarle claro que no era una chica fácil. Fueron novios durante seis años, pues la familia de su futuro esposo no digería que su hijo hubiera elegido a una modista, teniendo a tantas jóvenes monas y acomodadas a su alrededor. Finalmente, hubo enlace. Siempre fue infalible en sus ambiciones.
Jamás le caí bien. Al parecer, en cuanto nací -aún permanecía su hija dolorida y sudorosa, tras el trance del parto-, le espetó a mi madre que sería miope y que nos llevaríamos como el perro y el gato. Como era de esperar, tuvo razón. No sé cómo acertó con la primera predicción; pero en lo concerniente a la segunda, se esforzó para conseguir su propósito.
Recuerdo el día de mi primera comunión y aún siento vergüenza. Durante el banquete, los adultos bebían y hablaban, levantando la voz por encima de la música. Los niños nos fuimos fuera. Todos, menos yo, correteaban, se rebozaban en la tierra, gritaban improperios y reían -¡cómo reían!-. Yo me senté en el columpio y me balanceé despacio; me conformaba con contemplarlos a ellos. No podía ensuciar mi vestido blanco, mis calcetines, mis guantes, mis zapatos de charol. Sin previo aviso, unas manos empujaron el columpio. Al principio, con suavidad; después, con más y más fuerza. Sentí -sin saber muy bien qué era aún- la libertad en los poros de mi piel, como si me hubieran colgado un par de alas y estuviera haciendo uso de ellas. Aquellos dedos que me habían lanzado al vuelo, lo detuvieron bruscamente. «¿No quieres saltar los setos, pequeña? Hoy, mamá te permitirá cualquier cosa. Es tu día.» La voz de mi abuela era amable, incluso dulce. Le pregunté si era adecuado y ella asintió. El seto no era muy alto, pero mi agilidad no era la misma con aquel traje y el cancán que ahuecaba la falda. Caí al suelo y, al ponerme en pie, descubrí que lo había roto. Ella no vaciló: corrió dentro y llamó a mi madre, que vino asustada. Su cara cambió del rojo al amarillo en apenas unos segundos. Estuve castigada más de dos semanas.
Ahora, saborea su pedazo de pastel con fruición, ayudándose con una de las cucharillas de plata de la cubertería del segundo cajón. Lo hace lentamente, sin prisa, sorbiendo el té que le trae su amiga Consuelo, directamente del suroeste de Inglaterra. No lo comparte con nadie. Sólo ella merece esa exclusividad.
Parece contenta, despreocupada. Mañana tiene cita médica, otra vez. De sobra, sabemos los resultados. Ella prefiere fingir, seguir viviendo en la nebulosa de la ignorancia. Y lo entiendo. La muerte debe de ser aún más horrible cuando te mira de frente.
Opté por el arsénico porque no es muy difícil de conseguir y porque ella tampoco habría admitido cualquier veneno, de haber podido escoger. No tengo cómplices y, aunque he pensado en las consecuencias, la vida es una cuestión de prioridades: quiero evitarle el sufrimiento de verse decrépita, deshojada y curvada sobre su propio tallo seco. Merece la pena sufrir el ahogo de los remordimientos.
¿Cómo podría ella saber que en su infusión con azúcar se esconde el final de una existencia dedicada a sí misma? Pronto hará efecto. Cuanto menos padezca, mejor. De nada serviría una muerte lenta, a lo largo de los días. Eso ya se lo está provocando la enfermedad que se ha apoderado de su cuerpo. No soy cruel, tan sólo eficiente.
La incineraremos y esperaremos a que amanezca una mañana de niebla, para esparcir sus cenizas en el jardín de la finca. No creo que llegue a comprender por qué salía a pasear esos días desapacibles. Volvía con el cabello y las pestañas húmedas, como si los árboles se hubieran echado a llorar sobre ella. Sus ojos se ponían vidriosos y temblaba, como un cachorro. Era entonces cuando, por fin, lograba verla vulnerable.
No sé cuándo, pero quizás pueda perdonarla alguna vez.