Resultaba curioso cómo había cambiado el pueblo en tan sólo unos meses. Aquella entrada desde la carretera de Montes de Labrada siempre había sido horrible, tan industrial y frío que el cielo se volvía cobalto. El secreto estaba en aquel paseo asfaltado, poblado de palmeras, bancos de madera, toboganes y columpios, que habían rejuvenecido su apariencia. Incluso el viejo cementerio de paredes encaladas había ganado en presencia y magnitud desde la última reforma. Ahora lo poblaban más nichos vacíos -como colmenas dispuestas para la victoria inapelable de la muerte- y coloridos arriates, cuajados de rosas de terciopelo rojo y blanco. El antiguo altar había sido sustituido por otro más funcional, situado en una especie de plazoleta amplia, donde cualquier perspectiva mostraba lápidas con cruces, fechas, ángeles y letras en relieve.
Eran las cinco y veinte, y la tarde no estaba siendo en absoluto invernal. Tan sólo la gente con la que se cruzaba, amordazada por bufandas y pañoletas de lana, le recordaba que eran los principios de enero. Entre tumbas y flores había encontrado, en aquellos últimos días, toda la paz que necesitaban sus huesos y sus entrañas. Allí nadie la molestaba, ni le preguntaba una y otra vez si tenía hambre, si estaba cansada o si tenía miedo de volver. ¿Por qué la miraban con tanta compasión? Ella no era una viuda de guerra, ni una huérfana en una inclusa, tampoco había advertido a nadie que planeara morir joven para dejar un bonito cadáver. Puede que no hubiera sido una buena idea regresar y, aún menos, después de aquello. A veces, hasta se sentía culpable; por haber abandonado su tierra y su vida, por reemplazar lo habitual por lo extraordinario.
Su apartamento en Berlín -que no era suyo, sino de una casera a quien pagaba puntualmente un generoso alquiler- era diminuto, pero podía llegar a él subiendo apenas cinco escalones. Siempre estaba caliente y en raras ocasiones olía a aceite, a col cocida o a galletas recién sacadas del horno, porque no le gustaba cocinar y tenía por costumbre comer fuera. No necesitaba cortinas, ni un felpudo que diese la bienvenida a todo aquel que entrara por la puerta. Le bastaba con la luz de la lámpara de pie de su rincón y con andar descalza por el parqué -que nada tenía que envidiar a las gélidas baldosas de la casa de sus padres-.
Se mudó a Alemania para trabajar en lo suyo, después de un incansable peregrinaje por múltiples empresas, entregando el currículum y asistiendo a entrevistas donde le ofrecían, como mucho, contratos de dos horas diarias y jornadas laborales maratonianas. Tampoco le costó demasiado hacer la maleta y empezar de nuevo; pero sí sintió rabia, mucha rabia, y desazón, y náusea.
Que ella hubiera quedado con Sandrine, a las siete y media, en Breitscheidplatz fue sólo una casualidad. Durante el día no se había encontrado muy bien, pues un persistente dolor en las sienes le había enturbiado el humor y las ganas. No iba a salir, pero cuando la «francesita» se empeñaba, era inútil llevarle la contraria. Por si fuera poco, le había nombrado el glühwein, un exquisito vino dulce caliente, tradicional en aquellas fechas de mercadillos iluminados y familias comprando regalos. Accedió sólo por eso, ya que sabía que su amiga volvería a la eterna cuestión: ¿me caso de blanco o escojo cualquier otro color? Si no fuera porque -aparte de esas niñerías- solían tener conversaciones inteligentes y plantearse algunos dilemas universales, la habría mandado al cuerno desde el momento en que la conoció.
El camión arrolló a la multitud, como una lengua con púas, dejando alrededor sangre, mutilaciones, gritos y confusión. Lo del «ataque terrorista» en los medios de comunicación sólo fue un titular, una leve sacudida en la rutina de los europeos. Ellas sobrevivieron sin rasguños, pero con la certeza de que la muerte tan sólo les había dado una tregua. Una joven llamaba a gritos a un tal Martin y, al no obtener respuesta, daba puñetazos a la pared; mientras una niña de ojos azules se abrazaba a su abuela que, entre lamentos, rezaba una oración.
En el pueblo todo perdía intensidad, como si el mundo y el distrito de Charlottenburg formaran parte de algún libro de cuentos, o los kilómetros pudieran desdibujar aquella pesadilla. ¿Qué buscaba?
Sin darse cuenta, se había arrodillado delante de la tumba que siempre visitaba. No era la de ningún familiar, ni la de nadie que hubiera formado parte de su círculo. Humilde e invariable, aquella sonrisa en sepia captada en la década de los sesenta, la recibía como tantas otras veces. La muchacha de la fotografía tendría unos veinte años y toda la bondad concentrada en los ojos. Su madre le había contado que Julia emigró a Francia, a trabajar; quería labrarse un futuro y enviar algo de dinero a sus padres y hermanos. En poco tiempo, conoció a un joven y se casó; aunque el azar -otros le llamaban destino- quiso que enfermara y muriera.
«Para mi querida esposa»… Así de simple podía ser una declaración de amor. Quizás, por ese motivo, desde niña le había causado tanta fascinación aquella historia. Entonces, no podía comprender que la vida tenía fin y que, antes o después, llegaba.
Abrió el bolso y buscó el móvil. No tardó en escribir el mensaje, pues lo tenía más claro que nunca: «Sandrine, ¿recuerdas que te dije que jamás volvería a tomar glühwein? Olvídalo. Me gusta mucho; y vivir, también. Ah, otra cosa… No hagas caso de nuestros consejos y cásate del color que te dé la gana”.