Que digo yo que, quizá, sólo quizá, tal vez, puede ser, perhaps, estamos un pelín irascibles. No digo yo, o no yo sólo, que últimamente me gasto una mala hostia que es para verme, o mejor no que te reviento (léase imaginándome con el puño cerrado y en alto, un trocito de mi lengua asomando entre mis dientes rabiosamente aferrados a ella, y un sonido saliendo de mi boca que suena algo parecido a: “nddd”), ni me refiero a nadie concreto, si bien más de uno seguro que tiene motivos, fundados o infundados o fundidos, especialmente Damien Chazelle y el equipo de “La La Land”, que después de hacer el panoli durante unos minutos que ya no olvidarán veían cómo les arrebataban, y nunca palabra quedó más apropiada, el Oscar en favor de la muy humana y muy social y muy inferior “Moonlight”.
Me refiero a todos en general, a usted, a mí, al otro, al de la moto, y al vecino de arriba. A todos, que igual deberíamos pararnos un momento y pensar si no saltamos a la mínima, a cualquier cosa que nos contraría, o pensamos que nos contraría, y que nos llega al oído, o vemos en televisión, o feisbu, o tuiter, o en la calle, y saltamos del sofá, o de la silla, o de la cama, o de donde sea que nos pille en ese momento, nos envolvemos en la bandera de la causa, sea cual sea la causa, la que toque, hay tantas banderas como causas y causan los mismos estragos, y allá que nos lanzamos, a toque de corneta, titirititití, a defender el honor y la justicia y la verdad.
Hagan memoria conmigo, que cada vez nos cuesta más, y recordemos la que se lio con un artículo del escritor Javier Marías, titulado “Ese idiota de Shakespeare” (y aquí es donde la Boss Esther Santos, que es más lista que el hambre pese a que la muy ilusa haya creado una editorial, inserta un link que, oh maravilla, les permite abrir el artículo), donde el futuro Premio Nobel español ponía a caldo los montajes actuales sobre el Bardo, y los clásicos en general, que trasladaban la acción a cualquier otro espacio o época que no fuese el situado por el autor inglés y, donde, en definitiva, primaba más la mirada personal y/o egocéntrica del director que el texto original. El artículo, no se puede negar, es radical, intransigente, y se gasta esa mala uva y derroche de bilis que tanto Marías como su compadre Arturo Pérez-Reverte (otro que las lía parda) sueltan a chorromoco semanalmente. La cosa empeora cuando proclama que no le gusta ni convence esa tendencia, no tan actual como pensamos, donde actrices interpretan papeles pensados y escritos para hombres. Y ahí, amiguitos, se abre la caja de Pandora.
Las reacciones no se hicieron esperar, y rápidamente la Santa Inquisición del siglo XXI, es decir, las redes sociales, despreciaban, juzgaban, y condenaban a la hoguera a Marías. Feisbu ardía de comentarios, con más o menos respeto, tachando las palabras del autor poco menos que de incultas y machistas. Así durante uno o dos días (a veces pienso en cómo debe ser un feisbu normal, con gente normal, gente que no se dedique a esto; qué ponen, qué comentan, qué les conmueve/irrita/divierte…), en los que también se pronuncian destacadas figuras de nuestras tablas, entre ellas Blanca Portillo, que tiene experiencia en eso de interpretar papeles masculinos (y que, aprovecho, está enorme en el último Mayorga, “El cartógrafo”), y que tacha el artículo de “irresponsable”, palabra que toman prestada las hordas inquisitoriales feisbutuiteras, para establecer que el mismo es incluso “peligroso para el teatro y la cultura”, ya que puede “desanimar a la gente a ir al teatro”. Y aquí es donde creo que ya se nos pira la olla, porque si en algo estamos de acuerdo, es en que la gente no necesita de ninguna excusa para no ir al teatro, que si la necesitaran, el precio de las funciones les bastaría. Y, sobre todo, dudo mucho que nadie que sea lector asiduo de Javier Marías, de sus artículos o sus libros, que no son precisamente carne de masas, vaya a dejar de ir al teatro porque el escritor diga que no le gusta el teatro contemporáneo ni que las mujeres interpreten papeles masculinos (ni viceversa, pues también rechaza, con enorme respeto, que José Luis García Gómez interprete a La Celestina). Nadie que se tome la molestia de leer los artículos semanales de este u otro autor, a quien por ello mismo podemos otorgarle cierta inquietud cultural, va a tomar la decisión radical de no ir nunca jamás al teatro. Pensarlo es tan exagerado como el linchamiento mediático a alguien a quien precisamente pagan por expresar su opinión semanalmente, sin pararnos a pensar que es sólo eso, su opinión: a Javier Marías no le gusta el teatro contemporáneo ni las adaptaciones de clásicos donde el director pretende lucirse a toda costa (¿y quién puede culparle por esto?, ¿o es que no hemos asistido todos a alguna que otra mierda amparada bajo su etiqueta de clásico?, y quien esté libre de pecado etcétera), ni que las mujeres interpreten papeles masculinos ni los hombres papeles femeninos. Pues muy bien. ¿Y? Yo no estoy de acuerdo con él, o al menos no de esa manera tan radical, pero ni voy a dejar de ir al teatro ni voy a dejar de leer y deleitarme con sus libros. Y, por supuesto, no voy a poner un largo y ofendido parlamento en feisbu atacándole (más que nada, porque como deja bien claro en el artículo que escribió a raíz de la polémica <Boss, nuevo link>, se la suda un rato largo).
Más preocupante me parece que un académico y literato no esté al tanto de la enorme batalla que están llevando a cabo las artistas femeninas por cobrar lo mismo que sus homólogos masculinos. Que no lo esté, o no le importe. Pero desde luego, ofenderme por los gustos de alguien, y montar la de dios es Cristo, pues no.
Y todavía me preocupa más (qué preocupado ando últimamente, leche) que montemos estos pifostios, estos debates, estas polémicas, siempre con asuntos o motivos en los que, lógicamente, la mayoría de los que nos dedicamos a esto, vamos a estar en contra. Quiero decir. Ante las palabras de Marías, lo lógico es que el mundo teatrero esté en desacuerdo (si bien, y repito, hemos visto auténticos bodrios que nunca existirían de no haber sido el director quien es, y habérselo pagado el teatro que era, aunque fuera con dinero público…), pero cuando la polémica parece interna, entre nosotros mismos, cuando nos obliga a mirarnos los unos a los otros, a plantearnos cosas que quizá no queremos ver, entonces nos callamos muy mucho. En los días posteriores a esta polémica, la dama del teatro Nuria Espert criticaba la gestión cultural del ayuntamiento de Madrid, soltaba perlas contra la invisible concejala de Cultura Celia Mayer, y responsabilizaba de ello a Manuela Carmena (artículo here, miss Santos). Y oye, en feisbu, de todo esto, ni mú. La Santa Inquisición no salió en masa a defender a Carmena, a condenar las palabras de la Espert, a tacharlas de irresponsables o del peligro, cultural y/o político, que puedan suponer. Y tampoco pasó nada de esto cuando, pocos días después, Israel Elejalde, que es un actor como la copa de un pino, declaraba: “No veo cambios a mejor en Cultura del Ayuntamiento de Madrid” (seguro que ya han insertado el link en algún lado), y cargaba también contra la desparecida Mayer. Como digo, las redes sociales apenas si recogen la entrevista.
Y yo me pregunto: ¿por qué? Si cuando estamos en desacuerdo, lo dejamos bastante evidente (véase el caso de Javier Marías), cuando no decimos nada, ¿es que estamos de acuerdo? Y si estamos de acuerdo con lo que dicen Espert y Elejalde, ¿no sería interesante difundirlo, hablarlo, discutirlo, quizá buscar soluciones? Al fin y al cabo, ¿no somos la mayoría de nosotros quienes votamos este cambio, llenos de ilusión y esperanza, y, al menos en lo cultural, no lo estamos notando? Si es que es así, porque como digo, aquí nadie dice nada, precisamente, cuando más deberíamos decir, más deberíamos debatir. Criticar aquello con lo que no estamos de acuerdo es fácil; criticarnos internamente es más difícil, más incómodo.
Porque yo podría decirlo, podría decir que, desgraciadamente, no noto ningún cambio ni mejora, a efectos prácticos, en la gestión que del Español hace Portaceli a la que hizo Pérez de la Fuente; podría decir que, cultural y teatralmente, Madrid sigue perdida, y que su máxima representante sea alguien que muestra un desinterés total en sus funciones no dice nada bueno de quien ahí la puso. Podría decir eso igual que podría decir que “Moonlight” ha ganado el Óscar porque cuenta la historia de un personaje negro que además es homosexual, sólo por eso, y Hollywood, y todos, necesitamos de vez en cuando lavarnos la conciencia.
Podría decirlo.
Pero claro.