Mi abuelo materno era jefe de estación. Y se parecía un huevo a Hitchcock. Pero eso no tiene importancia. Al menos ahora. Lo importante es que era jefe de estación. A ver, es importante para lo que quiero contarles. O no, igual no. Pero me parecía una buena frase para comenzar. Es importante tener una buena frase para comenzar. Y para frases buenas, frases cojonudas, comienzos inmortales, «Lolita» es de los que se lleva la palma. “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta. la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”. Casi ná. El Nabokov.
Eso pienso, la importancia de un buen comienzo, mientras releo una y otra vez éste, sentado en un vagón del AVE Málaga-Madrí. Un vagón de los que has marcado, a la hora de comprarlo, la casilla “Silencio”. Eso sí es importante. Quédense con el dato. “Vagón silencio”. El caso es que disfruto leyendo, una y otra vez, el comienzo del libro. Imagino su sonido en mi cabeza, quizá con la voz de James Mason. Es, sencillamente, de una preciosidad inabarcable. Pero claro. Luego caes que la tal Lolita tiene doce años, y quien escribe la historia es todo un señor de cuarenta tacos (en aquella época cuarenta tacos era ser ya un poco abuelo), un miserable hijo de puta que arrastrará a Lolita, una niña demasiado inteligente, demasiado consciente del mundo y del sinsentido que la rodea, a un viaje sin retorno. “Quilty me destrozó el corazón”, le dirá Dolores, pues ya poco queda de Lolita, al final del libro. “Pero tú me destrozaste la vida”. “Lolita” es, qué duda cabe, una historia de terror, una novela de mediados de los años 50 que analiza la mente y la enfermedad de un pedófilo con una modernidad y una profundidad que asombra, y asusta. Un viaje al infierno.
Pero basta de crítica literaria. Léansela, si no lo han hecho. Reléanla, es cada lectura más brillante, más hermosa, más terrorífica. Pero no es ése el asunto que quería contarles, ni el parecido hitchcockiano de mi abuelo. Al rato del viaje me descubro releyendo pasajes una y otra vez, pero no por placer como al comienzo del libro. Simplemente, me veo forzado porque las conversaciones del vagón me impiden concentrarme. Del “vagón silencio”. Yo, que jamás cojo una llamada de teléfono en el tren, sea vagón chsss o no, por la firme creencia de que a nadie le importa ningún ápice de mi vida, asisto durante cuarenta minutos de reloj a las aventuras y desventuras de una malagueña salerosa, la cual le ha dado un ultimátum a su novio, que jura y perjura que la ama con intensidad desbordante, pero es incapaz de bajarse unos días con ella a la semana santa. Er capullo eze. Así que, ni corta ni perezosa, se ha cogido el AVE para la capital a cantarle las cuarenta al idiota de su novio. Para procesión ella. Se va a enterar. El gilipollas.
Cuando mi nueva mejor amiga cuelga, y me dispongo a continuar con mi libro, otro sonido procedente de un móvil me lo impide. Alguien está viendo vídeos de YouTube en su móvil. Una señora. Con un par. Con la de datos que gasta eso, hija de mi vida. El vídeo, que para mí sólo es ruido, por lo visto para ella es lo más hilarante del mundo, pues no para de descojonarse. Ofú, dice entre estertores. A eso se suena una nueva llamada, un chico esta vez, que no puede esperar hora y media a bajarnos en Atocha para contarle a su amigo la cachofiesta que se pegó ayer y la muchacha que se trajinó entre cubatas. Y va la tía y me pide er móvi, les juro que decía, con una declamación que ríase usted de Pepe Sacristán. Y le di er tuyo, juas juas. Illo, no te enfadeh. Zi era por hacé la coña. Yo estoy a punto de alucinar pepinillos, pero ni eso me dejan. Una chica, la que tengo sentado a mi lado al otro lado del pasillo, habla con alguien que la espera, cual Sabina, en Madrí. En hora y pico, le dice. Pues lo que quieras. Podemos coger el coche y tirar y comemos un bocadillo por el camino. Bueno, pues lo que tú quieras. Pero hasta las cuatro no vamos a llegar. No sé, llama a mi madre y dile que ha hecho de comer. Yo también estoy llamando a su madre, por lo bajini, y encima me está entrando una gusa que para qué.
Durante un rato, hasta cuatro conversaciones se pasan por el forro lo del silencio del vagón. Como llevar a los tertulianos de Sálvame a una biblioteca. Yo intento volver a dialogar con Humbert, que comparado con mis compis de vagón me está pareciendo una hermanita de la caridad. Pero no hay manera. Para cuando el tren deja Ciudad Real y se aproxima a nuestro destino, yo ya ando desquiciado y pensando que ojalá fuéramos en el Orient Express para que le endosasen doce cuchilladas a cualquiera de ellos. O a todos. Resuelve el caso, Poirot, le diría al detective belga, con un cuchillo jamonero ensangrentado en cada mano y una sonrisa de loco de oreja a oreja. Tan feliz.
Y ya, para remate de los tomates, la muchacha vecina que no sabía si comer en carretera y que hasta las cuatro no iba a llegar donde sea que llegase, tras colgar el teléfono y decidir que se iba a jalar un bocata de salchichas, queso y bacon nada más bajar, repara en mi libro. Ve la portada. Lee el título (si no te importa que todo el mundo sepa de tu vida, me digo, por qué iba a importarme a mí que indaguen en mis lecturas. Lógico y normal). Y me mira. Vuelve a leer el título. Y nuevamente, levanta sus ojos hacia mí. Se la rufa que yo la mire, estupefacto. Y entonces, su boca se tuerce en un gestito de asco. Sus ojos parpadean con desprecio. Toda ella me lanza: “Pervertido”. Eso sí, en el más absoluto de los silencios.