Leídas las veinte primeras páginas de El Tango de la Guardia Vieja de Pérez Reverte ya estoy atrapado para toda la vida. Esas cosas se saben. De hecho me atrapa unas páginas antes, cuando su protagonista Max de sesenta y cuatro años, se fija en tres personas que salen de un hotel de Sorrento. Se fija especialmente en una de ellas. «Se enfrenta al eco de un recuerdo. A la imagen pasada, remota, de un gesto, una voz y una risa».
Podríamos debatir mucho sobre qué es lo que nos atrae y nos atrapa de una historia, aquello que nos obliga a seguir, lo que hace que en una cena o en un acto social estemos pendientes del momento en el que podamos abandonar la reunión y regresar al refugio del sofá y la lámpara, al viaje en el tiempo, a los arrabales de Buenos Aires, a las calles empedradas de la costa italiana, a la miel líquida en los ojos de una mujer, aquella mujer que nos recuerda a otra a la que conocemos o conocimos y que por eso nos atrae tanto.
Podríamos debatir sin llegar por ello a conclusión alguna, porque el arrabal argentino de 1928 me interesará a mí y a otro puñado como yo, pero a otros les importará un pimiento.
A mí, por ejemplo, me importa un pimiento el señor que en una serie de televisión se afeita la cabeza y se pone a fabricar metanfetaminas, pues nunca conseguí superar el primer episodio, de igual manera que nunca conseguí salir de La Comarca las tres veces que, en distintas etapas de mi vida, intenté leer la obra de Tolkien. Peor para mí, posiblemente.
Sin embargo he leído cuatro veces El Guardián entre el centeno, diez veces Estudio en escarlata y cinco, seis o siete El Gran Gatsby, hace tiempo que perdí la cuenta, alguna noche la he leído del tirón. Nunca terminé Cien años de soledad y leí dos veces El amor en los tiempos del cólera.
No sé qué me atrae de una historia y qué no de la otra.
También leí incontables veces Los Tres Mosqueteros durante el periodo de la infancia. Todavía cito pasajes de ese libro grabados en mi memoria aquellos días. Existen decenas de libros que he leído más de una vez, incluso más de dos y más de tres, y muchos más libros que ni siquiera he tenido el interés en abrir.
A veces mis recuerdos se confunden y cuando pienso en mi adolescencia, creo que fui yo quien pasó una noche solitaria en una habitación de hotel y no Holden Caulfield. Recuerdo esa imagen tan vivamente que la creo mía. Supongo que por eso regreso a ellos, porque los siento como parte de mi propia historia. En mi casa los libros habitan anárquicamente por todas partes. En todas las estancias: en el baño, en la cocina, en habitaciones que no se utilizan… Viejos, nuevos, finalizados, por empezar y muchos de ellos a medias. Algunos con varios puntos señalados en páginas distintas, resultado de segundas lecturas o de consultas esporádicas. Creo en la famosa frase de Erasmo: «Si tengo dinero compro libros, si me sobra, compro pan». Mi vida bibliófila es muy desordenada y muy poco metódica, pero tiene su propio sentido y la disfruto así. Me daría pánico el pensar en crearme una rutina. Para eso, para ir al cine, o para ver televisión. Me cansaría enseguida. Encuentro la paz en ese caos.
Me cuentan que tal o cual serie de televisión me gustará—aunque conocida es mi suspicacia al lenguaje televisivo sobre el lenguaje eterno, pausado, de silencios y miradas que es el cine— a partir del tercer episodio o a partir de la segunda temporada y entonces los cálculos me desesperan y desaniman. Tres episodios equivalen, así por encima, a tres horas de ficción, luego, calculo que debo ver más o menos el equivalente a un visionado completo de, pongamos, Lo que el viento se llevó —donde se me cuenta la guerra de secesión americana, la gloria y caída de un imperio, el viaje vital de una mujer, la inocencia y la madurez del amor— para que algo me empiece a gustar. Demasiada paciencia se me demanda me temo. La constancia para cada noche dedicarle horas durante meses a la misma historia no está entre mis virtudes. Enseguida otra aventura reclamará mi atención.
Es por eso que nunca —salvo por íntimas excepciones— escucho recomendaciones de libros y por el contrario me dejo llevar por mi instinto, al que ya tengo educado y que pocas veces me falla. Y es por eso también por lo que me paso noches enteras revisando las mismas películas, viajando a los mismos lugares y visitando a los mismos viejos amigos que siguen habitando en esas páginas y en esas secuencias. Deseando una y otra vez que Ingrid Bergman no suba a ese avión y que Meryl Streep baje del coche en mitad de la lluvia. Porque me reconozco allí. Porque alguien puso el avión, la lluvia, la luz verde en la casa de Daisy, los diamantes de La Reina, Tara, el barril de manzanas, la segunda estrella a la derecha, Royale-les-Eaux, el castillo de If, Manderley, Limmeridge, la Isla De Las Tormentas y el bosque de Arden en el lugar adecuado. Adecuado para mí.
Hay otros libros que me gustaron mucho en su momento y a los que sin embargo no me he atrevido a volver porque tengo la sospecha de que hoy no me gustarían tanto y prefiero quedarme con ese recuerdo, bello, pero convenientemente borroso. Cuando los veo en la estantería disimulo una sonrisa. La misma que se le dedica a una antigua novia del instituto —esto último lo supongo, ya que nunca tuve novia en el instituto. Mi novia del instituto fue Michelle Pfeiffer en Lady Halcón—.
No creo en el principio según el cual cualquier libro que se empiece a leer se deba terminar, o en que uno no deba salir de un cine si la película le parece un soberano coñazo. El tiempo me ha enseñado que con esas dos horas se puede hacer mucho. Se puede revisar Centauros del Desierto, por ejemplo.
Les dejo. Suena un tango —A Media Luz— y una mujer espera en un crucero, a finales de los años veinte. Su piel, su cuerpo, su vestido de seda de reflejos violeta, las diminutas gotas de sudor sobre su labio superior, reclaman mi atención. Bailaré con ella. Más tarde, quizás, me tomé una copa en el Rick’s Café Americain.