Cuántas cosas nos asquean en esta vida. Hagamos una lista. Hagamos decenas de listas. A la gente le gusta hacer listas. Aleppo. Ahora encabeza las listas de la ignominia de cualquiera que se precie. Trump. La precariedad laboral. No sigo, que se me va de las manos y se me ve el plumero. Un largo etcétera. Cada uno puede poner lo que desee en su lista. Faltaba más. Hablo de listas porque es cuando acaba el año cuando las hacemos. O al comenzar uno nuevo. Toda esa parafernalia de veleidades que son los propósitos. Encabeza mi lista de propósitos lo siguiente: hacerme más activista. Sí. Lo he pensado muy mucho. Por medio del teatro. Ser una suerte de Thoreau –versión dramaturgo- a la española –qué ambicioso, no me juzguéis-.
Me explicaré. Siempre he defendido el teatro como trinchera. Algo más allá de un teatro del oprimido. A veces uno tiene la sensación de que la idea de activismo ha sido pisoteada y birlada. Deconstruida como por un Ferran Adriá de la sociología y transformada en una especie de anatema –con toques de nitrógeno líquido-. Tengo esa sensación de que provoca resquemor hacer un teatro activista. Como si el término correcto hoy fuese emergente o de emergencia. Pues yo reivindico activismo. Con todas sus letras. Con toda la militancia que poseen también las palabras.
Está bien, claro, no vivimos en los setenta. Ni el tardo franquismo. Yo de hecho nací en el 79. No vivimos una dictadura oficial – de acuerdo, nadie ha dicho lo contrario- y pareciera que antes había más motivos. Ahora somos libres. ¿No es así? Libres. Si entendemos por libertad vivir como mil euristas sempiternos. (Yo creo que era más libre Emily Dickinson encerrada en su habitación, -en clave ermitaña- durante años porque al menos nunca perdió su imaginación).
No tenemos una dictadura contra la que agitarnos como electrones contra un núcleo. (¿No la tenemos?). Somos una generación titubeante. Temerosa de la protesta. Temerosa de la sanción vertical. Nos empoderamos pero nos cansamos. Una sociedad que no se ha cansado nunca al mismo tiempo. Deficitaria. Pensamos poco. Quien piensa, pierde. Y es cierto que ya no tenemos siquiera pensadores que piensen por nosotros. Un Sartre, un Foucault. Ya han muerto los grandes filósofos. La televisión se ha convertido en la boca de la veritá. Y los medios de comunicación. Qué libres que somos. Somos tan libres que tenemos internet y redes sociales y no obstante estamos abandonados en esta intemperie de ceros y unos.
No hay necesidad de hacer activismo me dicen algunos (siempre hay algún Haro Tecglen versión 3.0 replicante, como lo había en los años del franquismo). Qué equivocados están quienes piensan así. El teatro no puede ser otra cosa que un artefacto incendiario, que provoque, que sacuda, que convulsione conciencias. Da igual si cuentas una historia de pareja, si tu personaje es un gorila albino que habla o si mueves a casi treinta actrices y actores por una cocina. Da igual si hablas de Lorca o de historias del barrio de Usera. Da igual que sea un monólogo o un diálogo de muertos. Todo vale para hacer activismo.
Los autores que admiro hacen activismo cuando escriben. Cuando ponen a danzar a sus personajes en frente del espectador y nos hacen removernos en las butacas. Crimp, Mouawad, Pinter, Bernhard, Jelinek, Fo, O´Neill, Liddell, Rodrigo García. Hasta Tenesse William, -un anarquista romántico, como él mismo se definía-, supura activismo en sus textos. Todos los que escribimos teatro debemos serlo en mayor o menor medida porque el teatro puede cambiar las cosas. Sanarlas, denunciarlas, normalizarlas, cuestionarlas.
No puedo entender un teatro tan bruñido como una de esas esculturas de Jeff Koons ante las que la gente se maravilla por su vacuidad. Porque te hace no pensar. Sí. Estamos rodeados de personas que creen que hace falta no pensar. Como si desconectar fuese eso. No pensar un rato. Pero es imposible no pensar. Siempre pensamos queramos o no.
El activismo no debe ser entendido como una muestra severa, agotadora, intensa de teatro. El activismo puede ser comedia, lacerante, emocionante, valiente, simbólico, divertido. Conmovedor. Debe serlo. No deseo para el teatro uno que acepte renunciar a ser testimonio de su tiempo o de otros tiempos. Un teatro que se parezca a un iphone o a un café de Starbucks; a un estanque en calma para que los Narcisos se vean reflejados y se adulen a sí mismos. En mi idea, el teatro es un lago donde las olas chocan contra la orilla.
Hagamos listas. Listas para el año nuevo. Listas que tengan sentido. Seamos conscientes del lugar a veces tan terrible en el que vivimos –si despegamos la vista de la pantalla del mac o del móvil- y miremos más allá. Usemos el cerebro cuando escribamos, veamos, leamos teatro pues ‘El cerebro es más grande que el cielo: el primero contiene al segundo’, decía Emily Dickinson. Voy a hacerme con un folio en blanco para encabezar mi lista de propósitos ya que de momento convertirme en ermitaño no lo contemplo como una opción.